III. 7. Los bandidos

10 3 0
                                    

Muy de golpe, sin que nada lo anuncie, Kubrick le pide a Jaimie que frene. Se baja y camina hacia el baúl. Yo bajo la ventanilla y abro la puerta desde afuera.

–Kubrick, no hagas locuras –grita Sierra desde mi hombro, pero Kubrick no parece que lo escuche–. Todos tenemos que aportar nuestro granito de arena. Todos tenemos que cumplir con nuestro rol, no podemos hacer cualquier cosa.

Kubrick ya está abriendo el baúl. Alza a la Flor, la levanta en el aire con una fuerza que no le conocíamos y la arroja al suelo.

–Vos y yo tenemos que hablar –le dice.

La Flor parece que se despereza. Los efectos de la droga que la dormían deben estar yéndose.

–Cuando quieras, corazón –le dice con su sonrisa llena de sangre.

No tiene tiempo de decir más. Pronto empezamos a oír tiros. Los impactos hacen pequeños pozos alrededor de nosotros y se levantan nubecitas de polvo.

***

Kubrick toma a la Flor del cuello y la levanta como a un ser sin peso. La arroja en los asientos traseros del auto. Me tira unos cables para que le ate bien las manos y resalta que se las ate bien.

–Hasta que sangren –dice–. Atáselas hasta que sangren.

Después se sube en el asiento del acompañante y le dice a Jaimie que siga manejando.

–¿Manejo para atrás, así nos escapamos? –dice Jaimie.

Por lo visto, los tiradores están adelante.

–No, seguí como veníamos.

Kubrick está equipado. Yo antes no le había prestado atención, pero tiene un fusil parecido al que le vi a algunos gendarmes de Vicio. Lo saca por la ventana y apunta con cuidado.

A todo esto, la gente que tira contra nosotros no se ve por ningún lado.

–Son salteadores de camino –dice Kubrick–. Oportunistas. No son guerreros sofisticados.

–Igual son peligrosos –dice Jaimie.

–Claro que son peligrosos.

–Pero nosotros somos más peligrosos. ¿O no, Kubrick? –se ríe la Flor–. Dale, desatame y dame un arma. El único que puede hacer que este auto cruce camino soy yo. Vos lo sabés bien.

–No lo escuches –me dice Sierra–. Vamos a taparle la boca con algo, a ver.

–No, Sierra, pará, no me tapes. Vos fijate bien lo que te digo. Ahí, apenas más adelante, vamos a ser presa fácil. Si seguimos como si nada, se nos acaba el viaje ahí nomás. ¿No ves que están esperando eso, que pasemos como si nada?

Jaimie, insensiblemente, deja de acelerar. Mira a la Flor recostada en el asiento de atrás con bastante odio. Me parece un odio inoportuno y hasta extravagante, dada la situación que estamos viviendo. Debe tener un motivo y no me puedo resistir de preguntarle:

–¿Vos conocías a Rozas de antes, Jaimie?

Pero él ya está mirando hacia delante, sonríe con esa mueca tímida, deslavada, de persona sin experiencia ni memoria. Alguien que es pura bondad por desconocimiento de la maldad, no por bondad.

–No, si lo vi hoy por primera vez. Mucho gusto, señor Rozas.

–Mucho gusto –dice la Flor–. Sierra, frenemos acá, seguir avanzando es peligroso.

–No vamos a frenar nada –dice Kubrick, pero sabe que la Flor tiene razón.

Todos lo sabemos. No tiene sentido seguir avanzando sin algún tipo de plan.

***

Jaimie encuentra un luga protegido entre un bosquecito de árboles y un mínimo relieve en el suelo duro que nos pone a cubierto.

–Denme un revólver, cualquier cosa –dice la Flor.

–Si hacemos eso lo vas a usar contra nosotros –le digo.

La Flor se ríe.

–¿Y yo qué ganaría con lastimarlos a ustedes? –pregunta–. Y sobre todo a vos, Antay. Vos sos hermoso, no hay nada que se parezca a vos en todo el continente. En todo el mundo. Antes que lastimarte, me tiro yo por un precipicio.

Cuando lo escucho no puedo creer que algunos lo tomen por un supuesto malvado de grandes poderes. Habla como un adolescente, por un lado. No puedo imaginarme que tenga más de veinte años reales. Su cuerpo no es indicio porque es un cuerpo comprado. A lo mejor tiene dieciocho años, pienso, no puede tener mucho más. Creo que se lo debería preguntar. No es momento, es muy abrupto, pero no me importa.

–¿Vos qué edad tenés? –le pregunto–. Porque no parecés tan adulto.

Yo lo pensaba como un elogio, pero los demás lo interpretan como un insulto y sonríen. La Flor no. Él se está divirtiendo.

–Nació hace diecisiete años –dice Kubrick–. ¿Qué importa? Yo lo vi nacer, yo era... amigo de la madre. Pero es difícil medir la edad de alguien como Rozas por el tiempo que lleva en el mundo. Es un criminal hecho y derecho desde los doce. Un año para el él es como dos o tres de otra persona.

Yo sigo pensando en si habrá madurado tanto como da a entender Kubrick. No me parece. Me pregunto si será tan criminal, tan entrenado. Por lo que vi, casi todo lo que hace le sale mal. Cuando entró a la casa de la Tóxica, por ejemplo. Kubrick lo desarmó enseguida, le pegó con la bengala en el pecho y lo dejó fuera de combate. O recién en Vicio. Mató a Max y a Wanda, que eran bastante inofensivos, eso no es ninguna hazaña. Tiene bastante sangre fría, es muy cruel, pero como villano deja mucho que desear, porque lo desmayaron muy fácil en la comisaría y después lo tiraron en el baúl del Fordcito.

Le queda mucho por aprender, si quiere ser un malo de verdad, y pienso si nosotros seremos la compañía adecuada. No me imagino que con nosotros vaya a aprender mucho. Conmigo seguro que no, pienso.

Al mismo tiempo, no me puedo confiar. No lo puedo tener demasiado cerca. Tiene algo que me fascina y me quita libertad de movimiento. Lo que le debe pasar a una serpiente con su encantador. O a un adicto con su sustancia.

No lo quiero cerca, no me conviene, y a la vez me acerco un centímetro para casi rozarle ese pelo prendido fuego, color sangre, con el borde de mi camisa.

El TerritorioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora