3. Síndrome de Bérkov

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A medianoche no suena el teléfono. Al amanecer tampoco suena. Cuando escucho el despertador y bajo, mamá tiene la cara deslavada como si se la hubiera blanqueado con jabón. Quiere ayudarme a preparar el desayuno pero tiembla tanto que le pido que se siente. No durmió en toda la noche. En realidad no durmió en varios días. Hace treinta y tres días que se fue papá, contando el día de hoy.

–Bueno, almita, es así la vida –trata de sonreír y de secarse las lágrimas.

Nunca pensó que papá hubiera tenido éxito. Hizo toda la simulación para darle a Jairo unas horas de alegría y esperanza, me parece. Ahora que tiró la toalla me toca a mí ser fuerte.

–Ya va a llamar. Seguro tuvo un contratiempo.

–No, lo agarraron. Ya está. Cuando entró al Territorio no tenía nada valioso, pero ahora sí. Su encriptación no sería tan buena. Le habrán hecho una emboscada. Él es bastante ingenuo, no estaba preparado. Así de fácil se acabó, almita.

En ese momento se me ocurre un pensamiento muy fuera de lugar. Se me ocurre que papá fue a un salón de póker, como hay tantos en el Territorio, y perdió los doscientos mil soberanos. Que no llama por vergüenza. Pero es como si lo pudiera ver jugando al póker con ese dinero que no puedo explicarme cómo consiguió. Es injusto, es ingrato, papá no se merece que piense eso. Me obligo a guardar el pensamiento muy adentro mío. Pienso que si los manifiesto la gente va a pensar que soy rara. Que soy raro.

El problema es que la gente lo mismo piensa que soy raro. No solamente eso. Me pongo a pensar con tanta intensidad en lo que quiero dejar olvidado, una sala de casino donde a papá lo estafan y le sacan todo, que pronto escucho el ruido de los jugadores, las vocecitas cantoras de las camareras ofreciendo cerveza, la música de fondo y los croupiers gritando no va más, no va más.

–Qué raro –dice mamá–. Escucho música y un bochinche como si hubiera mucha gente reunida. ¿Jairo habrá prendido la televisión arriba?

–Voy a fijarme –digo yo, para escaparme, poniéndome colorada.

O colorado. En momentos como este, de mucha tensión, me olvido de cómo tengo que decirlo.

Mamá me mira con atención y desconfianza. El ruido del casino se vuelve tan fuerte que parece una vibración en el aire y, lo que es peor, me da la impresión de que también mamá la siente.

En nuestra escuela trabaja una psicopedagoga. La buena mujer, aunque se formó en Inglaterra, tiene ideas bastante generosas sobre la población colonial. No cree en la propaganda, aunque tampoco sea revolucionaria, y protege a los alumnos al no contarles ciertos secretos, como el mío, a las autoridades. Supongo que lo tengo que explicar mejor.

Esa psicopedagoga, Ms. Roca, me explicó que tengo alucinaciones. Es algo bastante común en la Federación, algo que se puede explicar por los residuos nucleares o por la contaminación del agua. Nadie sabe bien. El ruido del casino, que escucho con tanta claridad, viene de mi imaginación. No estaba ahí antes de que yo lo imaginara. El problema es que, a determinado nivel, la alucinación no es una simple falla de los sentidos, porque el sonido de verdad pasa a estar ahí. No me engaña mi oído al hacerme escuchar el ruido. Es mi imaginación que engaña a la realidad, si se puede decir de ese modo, y crea ese sonido que a mí me avergüenza demasiado.

Mamá me ve la cara de preocupada y nota que estoy atenta al bochinche, tensa. Es como si afilara las orejas, como esos perros que parece que las ponen de punta para escuchar, y arruga la frente.

–Antay –me dice–. Ya hablamos de esto. Te tenés que cuidar, bichita.

Me pongo tan nerviosa que no puedo responder. Voy y me encierro en el baño y no le abro a mamá cuando ella quiere entrar. Me lavo la cara con agua bien fría, cuento desde cien hasta cero, me vuelvo a lavar la cara y salgo. El ruido ya no está pero tengo miedo de alucinar de nuevo y que vuelva a aparecer.

Ms. Roca dice que mis alucinaciones no son habituales. Tienen una denominación especial, que todavía no conoce el común de la gente. Se las llama "Síndrome de Bérkov", según ella. Bérkov es un ruso emigrado a China que se mudó al Territorio hace veinte años, junto con otros científicos chinos, porque en el Territorio podían montar un laboratorio en el que estuvieran permitidos todos los experimentos. Y ahí empezó a estudiar ese síndrome, que en esa época estaba recién descubierto y ahora lleva su nombre. Al parecer, alguna gente alucina perfumes o sonidos y después, o al mismo tiempo, los aromas o sonidos aparecen en el mundo de las demás personas. Se vuelven reales, dejan de ser una alucinación. O se convierten en alucinaciones materiales. El síndrome se está expandiendo lentamente y yo padezco ese síndrome. Nadie lo sabe y nadie se tiene que enterar, según Ms. Roca. Si el Estado lo supiera me reclutaría para unas unidades especiales y yo nunca más vería la luz del día. Somos pocos los que lo tenemos. Somos valiosos, porque bien utilizados nos pueden usar como arma, aunque yo no entiendo bien de qué puede servir un olor o un ruido, por mucho que pueda generarse a voluntad. Y yo ni siquiera lo genero a voluntad, al revés, lo genero únicamente contra mi voluntad. Según Ms. Roca nadie sabe exactamente cuál sería el potencial del síndrome, porque su energía es muy difícil de controlar.

Ella pone en riesgo su trabajo y a lo mejor hasta su libertad al no reportarme a las autoridades. Nunca entendí bien por qué lo hacía, por qué quería cuidarnos, si nosotros ni siquiera tenemos una buena casa. Pero con el tiempo descubrí que ella y mamá son buenas amigas y tienen ideas bastante parecidas sobre los barrios modestos, como este.

Para papá, en cambio, Ms. Roca es un poco colaboracionista del gobierno, y quiere redimirse haciendo su buena acción del día. Yo no sé. A mí de verdad me parece una linda persona.

–Antay, ya hablamos de esto –sigue mamá–. Hay que aprender a concentrarse, almita. Si llega a pasar algo así en la escuela y se da cuenta el Director o algún otro burócrata, ¿dónde te parece que terminarías? Terminarías encerrada en un campamento secreto del Ejército Imperial. Yo no puedo perderte, cachorrita. Quiero que me prometas que te vas a cuidar mucho.

–Perdón –le digo–. No sé bien qué hacer. Se me apareció una imagen muy fea.

Si hubiera contado la imagen, simplemente, no se hubiera producido la alucinación. Y me vuelvo a acordar de papá perdiendo al póker todo lo que ganó. Me saco la idea de la cabeza, me obligo a no pensar en eso. Pero pronto escucho el ruido del casino y es más atronador que antes. Mamá también escucha. Lo veo por cómo sacude la cabeza.

–Quiero escucharte, dale –dice mamá.

Le tengo que contar. Yo me siento extenuada de tanto ir y venir entre mi imaginación y el mundo real. Pero cuando se lo cuento el ruido deja de estar ahí y me siento mejor.

Mamá me explica que en el Territorio no hay casinos. Los lugares donde se juega al póker son mucho más clandestinos. Es un dato que yo no tenía. Mi próxima alucinación de papá jugando al póker no va a suceder en un casino, entonces.

–Al menos hubieras alucinado que ganaba –dice mamá– Con la necesidad que hay en esta casa.

Yo me muerdo los labios. Ella casi se ríe. Me empiezan a arder los ojos.

–Vas a llegar tarde –dice mamá dándome un sándwich para el camino.

Jairo no se siente bien. Todavía no bajó de su habitación. Ese día me toca ir solo. Saco mi bicicleta y arranco hacia la escuela por una bicisenda poco concurrido y de pronto me acuerdo de un sapo que vi hace poco en esa bicisenda. Lo vi por un segundo, él enseguida se escabulló. Pero no quiero ni pensar en ese sapo.

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