IV. 8. El aparecido

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Yo me imagino que será otra trampa. En el sótano probablemente va a encerrarme. Así que le pido que me saque el casco, como primera medida. Él dice que claro, fue una distracción si no me lo sacó antes. Extrae una llavecita con código electrónico del bolsillo, la acerca a un costado del casco y me lo saca.

–Y ahora cuidad, Antay, que sos un arma cargada. ¿Viste que dicen que no hay que ir con un arma cargada, salvo que seas muy experto? Bueno, vos siempre vas con el arma cargada, porque vos sos el arma, y no sos muy experto.

Al escucharlo me acuerdo de Kubrick, que quedó en el laboratorio. Me acuerdo de Sierra y el hijo secuestrado del presidente chino. Me acuerdo de la Difunta, del Gauchito. De Jaimie. Hasta de Petra me acuerdo. Pero sobre todo me acuerdo de la Flor. ¿La seguirán persiguiendo los Pincheira? Y aunque ella es la máxima amenaza, me gustaría estar con ella ahora. Ella nunca me diría algo tan feo como que soy un arma cargada, una cosa peligrosa.

Para ella no sería un peligro. Sería una oportunidad, no un peligro. Está bien que la Flor no es alguien que se preocupe mucho por la integridad física de las personas.

–¿Te quedaste pensando en algo? –dice Roth–. ¿No querés bajar a ver a tu papá?

–No soy tan ingenuo para creer cualquier cosa –digo–. No sé por quién me tomás.

Él me muestra el casco que tiene en la mano. Parece que quiere decir que yo tengo la mano más fuerte, él no le puede hacer nada a una persona como yo.

–No te creo, es muy simple. ¿Qué va a estar haciendo papá en tu casa? Él está tratando de volver con su hijo y si no está volviendo es porque lo tienen preso. ¿O qué, lo tenés preso?

Roth me hace señas de que escuche. Yo no escucho nada. Me pongo a mirar la escalera que lleva al sótano. Ahí sí aparece algo. Al principio pienso que es mi imaginación, porque el sonido es muy débil. Pero pronto se afirma y logro escuchar, aunque la voz sea muy débil:

–Antay, mi amor. Mi amor, mi amor.

Es la voz de papá.

***

–Una Inteligencia Artificial puede clonar cualquier voz. Vos clonaste la de papá para engañarme.

–Bueno, ya está bien. No seas idiota. Te podría haber reducido cuando tenías puesto el casco. Te podría haber tirado a un pozo cuando te desmayé. Dejame que te lo diga que no estás pensando claro, Antay. Vos estás vivo y en movimiento porque yo quise, es así de sencillo, no tengo motivo para querer lastimarte justo ahora.

Y ahí veo subir por el hueco de la escalera a una figura enflaquecida y encorvada. Debe tener frío, aunque en la casa no hace ninguno, porque tiene una especie de poncho de lana. Tiene un gorro en la cabeza pero camina de un modo particular o, más que particular, único.

Ahí sí echo a correr. Me echo a llorar. Lo abrazo con energía y él, aunque también me abraza, emite un grito de dolor.

–Papá, te encontré –le digo–. Te encontré, papá, te encontré.

Y por un segundo pienso que eso era todo lo que quería y que ahora sí podría morirme. De no ser por Jairo. De nuevo otra cosa que no puedo hacer, y ya van tantas. Casi me dejo caer sobre papá, hasta que veo que no va a resistir mi peso. Quiere hablar, quiere decir algo pero no puede. Yo nunca lo vi llorar en la vida pero ahora tiene los ojos llenos de lágrimas. Al final sí puede hablar. Yo pienso que va a ser algo muy tierno hasta que me doy cuenta de que se le freirían las conexiones neuronales si dijera algo tierno de verdad. No está equipado para eso, a lo mejor. Entonces dice:

–Yo te amo un montón, Antay, estoy seguro de que lo sabés, pero si te apoyás mucho arriba mío nos derrumbamos los dos. Y si me caigo andá a saber si me vuelvo a levantar.

¿Por qué una escena de ternura y felicidad familiar no puede durar nada con nosotros? Con lo que me cuesta abrazar a una persona. Ahí doy un paso para atrás.

Y me doy cuenta de que papá tiene un vendaje mal colocado, del que se ha filtrado sangre, a la altura del pecho.

***

–Te vas a morir –le digo muerto de miedo.

Tengo que controlar ese miedo, pienso, porque papá tiene una mueca de dolor. Enseguida se le va, cuando se me va el miedo.

–Todos nos vamos a morir –se ríe papá–, pero no va a ser por esto.

Ahí yo tomo confianza, me acerco un paso y le aprieto la mano con mucha fuerza.

–¿Cómo no volviste a la Tóxica, papá, sos idiota?

Él me toma la mano y me la acaricia.

–No, amor, el idiota sos vos que viniste hasta acá y me va a hacer perder otro hijo.

Ya da a Jairo por perdido, me doy cuenta. Y siento tanta impotencia que le respondo cualquier cosa, algo que tiene que ver con un poema que nos leyeron en la escuela. El poema dice que los hijos no son hijos de los padres, son hijos de la vida.

–No me vas a perder porque yo no soy tuyo ni de nadie.

Ni siquiera de la Flor, alcanzo a pensar.

–No me vengas con pavadas. Vení, abrazame un poquito más. Ya sé que no te gusta pero abrazame un poquito sin hacer tanta fuerza. Me hace falta. Si yo empiezo a contarte todo lo que salió mal no termino nunca, Antay –me dice–. No es que estoy acá porque quiero.

Yo me acerco pero no alcanzo a abrazarlo porque sentimos un estruendo en la puerta. Robert grita desde un lugar de la casa que yo no ubico:

–Están golpeando el frente de la casa con un vehículo oficial chino. No sé si es el que traía a los gendarmes u otro –dice.

–¿Quién más está en la casa? –pregunta papá, y se lleva la mano a un bolsillo del poncho.

Saca algo y lo agita. Yo me impresiono, porque por primera vez en la vida lo veo con un revólver.

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