4. Un sapo llamado Sierra

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Al costado del camino, como si me estuviera esperando, el sapo se levanta en sus patas traseras. Parece que me hace señas, aunque a la vez no pueda ser. No quiero pensar que me estoy volviendo loca. Freno la bicicleta y apoyo un pie para inclinarme. Estiro la mano. El camino tiene piedritas a los costados. En un día como hoy, bastante frío, está poco transitado. El sapo me trepa por la mano. Yo ahogo un grito de asco y la tentación de sacudírmelo como si fuera un insecto. Me quedo muy quieta y el sapo me llega al hombro. Me digo que tengo que ser fuerte hasta entender qué está pasando. El sapo es inexpresivo. Tiene una mueca fija pero yo sé que sonríe, se divierte. O se está burlando.

Le pregunto si si es real. Me doy cuenta de lo absurda que suena la pregunta cuando la escucho. Me arden las mejillas, tengo ganas de empujarlo al camino y seguir viaje sola, pero ya es tarde.

–Cómo no voy a ser real, che –dice, y parece ofendido.

El sapo habla, entonces. Emite sonidos articulados. Es peor de lo que pensaba, es terrible, porque si habla no puede ser real. Tiene que ser uno de esos objetos a los que llaman "a pequeña" o "a chiquita". Algunos dicen que son mitos urbanos, que cómo va a haber objetos a pequeña en la vida real, pero ahora que tengo al sapo delante, yo dudo. Esos objetos serían como un virus de computadora, pero afectan al mundo material. Lo deforman y pervierten. Según algunos, si existen, esos objetos serían simples robots. Otros piensan que se tratan de objetos imaginarios. Que no existen en el mundo, aunque parezcan tener peso y consistencia. Que su efecto es alterar la percepción de las personas y que eso puede tener consecuencias ilimitadas.

–Me va a traer problemas que me vean con vos.

–Claro. A esta nena le puedo traer problemas.

–No soy ningún nena.

–Claro, a esta adulta –se burla el sapo.

–No soy nena ni nene.

El sapo empieza a parpadear. Luego se ríe. Lo piensa un segundo. Después dice:

–A ver sin ropa. Quiero ver.

Creo que me pongo todo colorado.

–Si me sacara la ropa dirías que soy una chica, pero eso no tiene importancia.

–Cómo no va a tener importancia, mi querida.

No puedo creer que esté hablando de algo tan íntimo con un sapo. Yo me había jurado que no lo iba a hablar nunca más con nadie. Que a nadie tenía que importarle, era un asunto solo mío. Ya me inspeccionaron con lupa muchas personas. Ahora me distraigo, no me pongo firme por un minuto, y sufro esta invasión. Empiezo a pedalear. Pronto el sapo va a desaparecer como llegó, estoy segura, aunque por el momento siga haciendo equilibrio en mi hombro.

Siento su peso con claridad. Si otra gente puede verlo también va a armarse un revuelo. Porque no puede tratarse de una presencia del todo real, pero a lo mejor tampoco es enteramente falsa. Un objeto a pequeña en mi hombro. Es lo que le falta a alguien que padece el síndrome de Bérkov.

Me van a encerrar seguro, pienso.

–Me gusta pasear en otoño –dice el sapo, que no tiene una sola preocupación en la cabeza–. Gracias por llevarme.

Tiene puesto un poncho como usaban los antiguos habitantes de la Federación. El poncho se le mueve al viento.

–Yo no te invité a nada.

–No me invitaste, pero me estás llevando. ¿Te gustaría conocer mi nombre?

Yo le digo que no. Él no me escucha o no le importa. Dice que se llama Sierra y yo pienso que es una broma, pero él me asegura que se llama Sierra y no solo eso, no es un Sierra cualquiera, es Sierra el Sanador. Vive en la región desde antes de la Bomba. Mucho antes, como cien años antes.

Yo trago saliva. Me siento desorientado. Sierra se está apoderando de mis peores miedos y los usa en mi contra. Todos esos sanadores y santitos son altamente ilegales. Su culto subterráneo está muy difundido pero lo manejan grupos subversivos, gente fuera del sistema que se arriesga a una deportación a la Isla Soledad. Enemigos declarados de los agentes imperiales. Gente sin mucho que perder, habitualmente, porque ya perdieron todo. Yo no puedo convertirme en uno de esos. Yo tengo familia, tengo un hermano que me necesita. Tengo mucho que perder. Los enemigos públicos más combatidos son el Gauchito Gil y la Difunta Correa, pero ya escuché nombrar a Sierra alguna vez, más al pasar, porque su fuerza no está tan difundida por la Federación. Su presencia es regional, entre la Tóxica y Salto y la Maldita. No creo que llegue ni a Rosario. Igual su área de influencia comprende muchos kilómetros cuadrados. Me cuesta creer que un sapo común y corriente, por más que hable, pueda ser alguien tan peligroso como Sierra. Alguien capaz de hacer vacilar a las inteligencias artificiales más poderosas, la de las grandes cosechadoras o los dirigibles con sus buches de una hectárea de superficie, en los que viajan batallones enteros. No me imagino que un enemigo público tan importante como Sierra se le aparezca a un chico sin importancia como soy yo.

–Bueno –le digo deseando que ya no esté allí.

Pronto veo el edificio de la escuela, ubicada en un suburbio de la Tóxica, a pocos metros del arroyo y empiezo a transpirar. Porque el sapo sigue en mi hombro y ya me estoy cruzando con gente que va a terminar por verlo.

Por decir algo, le digo que mi padre quedó atrapado en el Territorio. Giro la cabeza para ver su reacción pero sigue igual de inexpresivo que siempre. De verdad tiene cara de póker, como dice papá de las caras sin expresión.

–No me sorprende –dice–. Te voy a contar una cosa. A lo mejor te puedo conseguir algo, y ustedes me consiguen algo.

–¿Ustedes quiénes? –pregunto, pero él ya salta y se refugia en una cuneta al costado del camino.

El día recién empieza y ya es claro que no va a ser un día común y corriente.

El TerritorioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora