IV. PARTE MÉXICO 1.2

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Carlos

¿Debería calmarme? Parezco un adolescente en su primera cita. Estoy en el portón esperando el auto de Lucía. Viene en su Ferrari rojo, que es una belleza, pero más bella es ella cuando se baja del auto. Me llevo las manos a la cabeza: lleva un vestido negro y unos tacones que resaltan sus bellas y delgadas piernas. Sonríe y camina hacia mí. Desearía llevármela lejos...

—Hola —da dos besos en la mejilla—. Límpiate la baba.

—Me descubriste —sonrío.

Es una bella mansión moderna al sur de México. Mi padre la ganó en una subasta. Le ofrezco mi mano a Lucía para ayudarla a caminar. La toma con temor y cruzamos el umbral de la casa para salir al jardín. Los pequeños, apenas la ven, se lanzan a abrazarla. Lucía me mira y sonríe como si todo desapareciera.

—Mami, el abuelo me ha dado otra pista.

Sonrío. Mi padre se acerca y con amabilidad besa sus mejillas. Lucía me mira apenada pero asiente, comprensiva. Mi madre se asoma en la puerta y viene dando saltos.

—Lucía —dice mi madre—, qué bueno que estés aquí.

Mi madre la mira con el mismo amor con que nos mira a nosotros. Le gusta Lucía; siempre le encantó. Lucía sonríe un poco apagada, pero se van a la cocina un momento.

Me quedo con mi padre en el sofá, viendo cómo los niños juegan sobre la alfombra. Mi padre se queda mirando hacia la cocina.

—Lucía es una mujer muy fuerte —me mira—. Lamento haberla hecho sentir incómoda por lo de los niños.

—Está bien, papá.

—Sé que la amas aún —dice—, pero es una mujer comprometida.

—Lo sé —mi voz se apaga—. Lo sé, papá.

—Con lo de Judith vivimos una pesadilla —dice él—, pero con Lucía no se siente así. Se siente como un amor genuino y sano.

—Le hice demasiado daño, papá, y la perdí.

Mi voz se quiebra.

—Pues nunca hay que perder la fe. Venga, vamos a jugar con los niños.

Me quedo en el jardín con mi padre y los niños, pero no puedo apartar la vista de Lucía. Desde la ventana, veo cómo mi madre la abraza. Lucía se limpia las lágrimas, y sé lo que significa ese gesto. Nunca tuvo una madre a su lado, y estoy seguro de que en este momento, mi madre es su refugio. La veo asintiendo, dejando caer esa barrera que siempre lleva consigo. Por un momento, parece que el peso del mundo la abandona.

Cuando llega la hora de la cena, nos reunimos alrededor de la mesa. La noche está fresca, pero no lo suficiente para enfriar el ambiente entre nosotros. Hay risas, historias y anécdotas que fluyen sin esfuerzo, como si el pasado no pesara tanto. Mi padre, siempre con su encanto, hace reír a Lucía, y aunque sus sonrisas parecen pequeñas victorias, sé que significan más de lo que dejan ver. Su risa, después de todo este tiempo, me deja inmóvil. La observo en silencio, fascinado. Cuatro años han pasado, pero cuando la miro, es como si no hubiera sido suficiente tiempo para borrar nada de lo que siento. Cada detalle de ella sigue clavado en mí, igual que el primer día.

La cena avanza, pero pronto los niños se retiran. Suben a sus habitaciones, dejando la casa en un susurro de quietud. Siento que el peso de la noche cae sobre nosotros. Lucía está sola, sentada en el sofá del jardín, con la cabeza apoyada en una mano, absorta en sus pensamientos, en un mundo al que no puedo acceder. Todo en su postura me habla de un cansancio que va más allá de lo físico. Es un cansancio del alma, y me pregunto cuánto de lo que ella lleva aún no he podido ver, o cuánto he causado yo.

Quiero que me mires- Carlos SainzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora