Infierno en Berlín-1

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Infierno en Berlín-1

La oscuridad se hacía más densa a cada paso que Fénix y Anna daban por los túneles del metro. Sus linternas apenas iluminaban los rieles oxidados y las paredes manchadas de humedad. A su alrededor, un silencio inquietante dominaba, como si la tormenta de caos que había explotado en la superficie no pudiera alcanzarlos allí... al menos por el momento.

Ambos caminaban en silencio, sus pasos resonando en el eco metálico del túnel. Anna, con la respiración entrecortada y la mente aún sacudida por la masacre en la estación, rompió el silencio.

—¿Y ahora qué, Fénix? —preguntó con voz contenida, sin querer demostrar miedo pero consciente de la gravedad de la situación—. ¿Qué vamos a hacer?

Fénix siguió caminando sin detenerse ni un momento, su figura alta proyectando una sombra firme en la penumbra. Se tomó unos segundos antes de contestar, como si quisiera elegir sus palabras con precisión.

—Reunirnos con los demás —respondió en tono seco y decidido—. Y después de eso, salir de Berlín. Este ya no es un lugar seguro.

Anna apretó los labios, absorbiendo sus palabras. Sabía que tenía razón. La ciudad estaba perdida. Vampiros de laboratorio vagaban libres, convertidos en depredadores sin control, y la calle se había convertido en un matadero a cielo abierto. La idea de quedarse era impensable.

—¿Y si no encontramos a los otros? —aventuró Anna, incapaz de no pensar en el peor escenario.

Fénix ni siquiera la miró, manteniendo su paso constante. Él no planeaba fracasar.

—Los encontraremos —dijo con frialdad, como si fuera la única verdad posible.

Anna tragó saliva y se quedó en silencio, dándose cuenta de que no había más opción que seguir adelante. Intentar huir solos sería un suicidio. La única esperanza que tenían era reagruparse y salir juntos de esa ciudad maldita.

Por un momento, el túnel pareció tranquilo, como un respiro momentáneo en medio de la tormenta. Pero ambos sabían que esa calma era frágil. Allá arriba, la ciudad se consumía bajo el fuego y el terror. No había vuelta atrás: Berlín ya no pertenecía a los humanos.

A medida que avanzaban por los túneles oscuros y claustrofóbicos, el silencio entre Fénix y Anna se volvió insoportable. El eco de sus pisadas rebotaba en las paredes, amplificando una tensión que ninguno de los dos mencionaba, pero ambos sentían. Era solo cuestión de tiempo antes de que algo se les echara encima.

Fénix, sin dejar de caminar, rompió el silencio.
—¿Cuántas balas de plata te quedan? —preguntó, sin mirarla, la voz baja pero cargada de seriedad.

Anna bajó la vista hacia su arma, con las manos temblorosas pero disimulando lo mejor que podía. Revisó el cargador rápidamente y luego respondió:
—Siete.

Fénix asintió lentamente, como si ya esperara esa respuesta.
—Úsalas con responsabilidad. —Giró la cabeza por primera vez hacia ella, sus ojos brillando como brasas apagadas bajo la tenue luz del túnel—. De todas formas... yo estoy aquí. Y bueno... yo soy el más fuerte.

Hubo un momento en el que Anna quiso replicar, pero decidió guardarse el comentario. Sabía que esa arrogancia no era una fanfarronería cualquiera. Era una verdad rota y desquebrajada, pero verdad al fin. Sin embargo, incluso el más fuerte podía quebrarse bajo presión. Lo había visto en la estación del metro. Nadie saldría ileso de todo esto, ni siquiera Fénix.

—Espero que tengas razón... —murmuró Anna, sin mucha convicción. Ella sabía que esa confianza tenía un filo peligroso, como caminar sobre una cuerda a punto de romperse.

Fénix soltó una breve exhalación, algo entre una risa seca y un resoplido.
—Claro que la tengo —dijo, apretando los puños, más para convencerse a sí mismo que a ella.

Siguieron avanzando por el túnel. El aire era denso y húmedo, pero no tanto como el peso del miedo que cargaban sobre los hombros.

El infierno en Berlín desató su furia sin piedad. Los vampiros creados en los laboratorios de Antigen no eran criaturas elegantes ni manipuladoras; eran monstruos deformes, apenas conscientes, más parecidos a una horda de zombies que a seres pensantes. En cuestión de horas, la ciudad quedó reducida a una trampa mortal.

La matanza comenzó en las estaciones de metro, puntos estratégicos para dispersar a las criaturas. En segundos, la gente que esperaba los vagones fue reducida a una masa desgarrada de carne y hueso. Las criaturas se lanzaban como torbellinos de dientes y garras, arrancando extremidades y aplastando cráneos sin distinción de género, edad o condición.

Gritos desgarradores resonaban por las calles y los túneles. Los intentos de escapar se toparon rápidamente con la realidad: todas las salidas de Berlín estaban bloqueadas. Edificios derrumbados, coches volcados, escombros inmensos y barricadas improvisadas convertían cualquier acceso en una pesadilla infranqueable. Era como si la ciudad misma hubiera conspirado para que nadie pudiera salir.

Para empeorar las cosas, la infraestructura de Berlín colapsó por completo. Las explosiones provenientes de fábricas, gasolineras y vehículos abandonados provocaron incendios que se propagaron sin control, envolviendo grandes sectores de la ciudad en llamas. Los servicios de emergencia fueron los primeros en caer, y cualquier intento de contención se volvió inútil.

Los rascacielos colapsaban como castillos de naipes, aplastando a quienes buscaban refugio bajo ellos. El cielo estaba cubierto de humo negro, y las pocas luces que quedaban parpadeaban como si estuvieran dando sus últimos alientos antes de apagarse para siempre. Las calles eran un cementerio, cubiertas de cadáveres, vehículos abandonados y restos humanos irreconocibles.

Antes del desastre, Berlín albergaba a más de 3.7 millones de personas. En cuestión de horas, esa cifra se redujo drásticamente. Para cuando el caos alcanzó su punto más alto, apenas quedaban unos pocos miles de sobrevivientes escondidos en sótanos, túneles o habitaciones selladas.

Muchos de ellos no durarían mucho más: los vampiros infectados no se detenían por hambre ni por cansancio. Cualquier rincón donde un humano intentara refugiarse, tarde o temprano, era encontrado y saqueado por las criaturas.

Lo más terrorífico era que el fuego no solo destruía la ciudad, sino también cualquier esperanza. Las comunicaciones se habían cortado, los teléfonos no funcionaban, y las rutas de escape estaban bloqueadas por montañas de escombros. Incluso los helicópteros enviados a evacuar a las pocas autoridades supervivientes no lograban aterrizar, obligados a retirarse mientras las criaturas los acechaban desde los tejados.

Berlín, una de las ciudades más icónicas de Europa, se había convertido en una prisión ardiendo. Sin suministros, sin rutas de evacuación, sin salvación. Lo que una vez fue una metrópolis vibrante y multicultural era ahora una zona muerta, donde solo unos pocos podían jactarse de seguir respirando. Y aunque la situación parecía salida de una película apocalíptica, la realidad era mucho más cruel.

Cualquier intento de contacto con el exterior fue recibido con indiferencia o silencio. Las pocas esperanzas de rescate se apagaban con cada minuto que pasaba. Mientras tanto, el fuego se extendía sin pausa, devorando lo que quedaba de la ciudad. El humo negro se alzaba como un monumento a la tragedia, visible desde kilómetros de distancia. Berlín se había convertido, literalmente, en el infierno en la Tierra.

Nadie vendría a ayudar. Y para los pocos que aún vivían, la única opción era huir hacia los túneles... o morir esperando.

El número de habitantes de Berlín había caído en un porcentaje escalofriante: de 3.7 millones, quedaban apenas unos 10,000, dispersos y aterrorizados, sin recursos ni apoyo. El resto se había convertido en cenizas, cadáveres, o peor aún, alimento para las bestias desatadas.

Aquellos atrapados dentro del infierno sabían que no habría un final feliz.

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