Infierno en Berlín-9

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Infierno en Berlín-9

Fénix se apoyó con dificultad en la pared, la respiración entrecortada, tratando de recuperar fuerzas. La sangre le goteaba desde la herida del abdomen, y el corte en su rostro no dejaba de escocer. Sus piernas temblaban, y el dolor comenzaba a arremolinarse en su pecho como un nudo de fuego. Se quedó pegado a la pared, sin fuerzas suficientes para avanzar ni retroceder. Era un blanco perfecto, y Marius lo sabía.

Dejaste de moverte, cachorro. —murmuró Marius, dando un paso adelante con una sonrisa que irradiaba pura malicia—. Nunca dejes de moverte.

Fénix parpadeó, y fue su error fatal.

Una tubería atravesó su pecho con un sonido sordo y brutal. El metal oxidado penetró carne y hueso, y Fénix sintió cómo la barra fría perforaba su corazón. Su cuerpo entero se estremeció con el dolor insoportable. El aire abandonó sus pulmones en un jadeo agónico.

Mírate, Fénix, —dijo Marius con una risa grave y sádica—. Tanto poder, tantas inyecciones... pero al final, sigues siendo débil.

Marius empujó la tubería más profundamente, torciendo el metal con ambas manos, mientras observaba cómo la vida parecía desvanecerse lentamente de los ojos de su antiguo subordinado.

Fénix apretó los dientes, su respiración se volvió más pesada, más irregular, pero no gritó. Se negó a darle esa satisfacción.

¿Sabes...? —susurró Fénix, su voz apenas un murmullo rasposo—. A veces, uno tiene que recordar quién demonios es.

Marius ladeó la cabeza, curioso, pero no dejó de empujar el metal, sintiendo cómo el corazón de Fénix era atravesado por completo, bombeando sangre que resbalaba por la tubería.

¿Qué intentas decir, cachorro? —preguntó con desdén.

Fénix levantó la vista, con su rostro cubierto de sudor y sangre, pero en su mirada no había miedo, solo desafío.

Tú eres Marius... El mismo Marius que odiaba a los vampiros. —Fénix escupió un poco de sangre antes de continuar—. Los cazabas sin piedad... Pero nunca... nunca tocabas a los de tu manada. Nunca a un lycan.

Por un instante, las palabras de Fénix parecieron atravesar algo más profundo que la piel endurecida de Marius. El líder, aunque aún sonriente, dejó de empujar la barra. Su mirada se oscureció, como si esos recuerdos antiguos, enterrados en sangre y odio, volvieran a su mente con una fuerza que no esperaba.

Fénix, respirando con dificultad, sonrió, una sonrisa amarga y rota, pero una sonrisa al fin.

Tú solías ser algo más que esto. —dijo con voz firme—. Solías proteger a los tuyos, Marius.

Por un segundo eterno, los dos hombres se miraron a los ojos, inmóviles en esa danza mortal. Marius aflojó ligeramente el agarre sobre la tubería, pero no lo suficiente como para liberarlo.

Qué decepción. —añadió Fénix, casi en un susurro.

Marius gruñó bajo, como un lobo herido. Había verdad en las palabras de Fénix, y eso era lo que más le irritaba.

Marius retrocedió unos pasos, tambaleándose ligeramente, como si la conciencia que alguna vez lo definió estuviera regresando. Su respiración era pesada, pero en sus ojos brillaba algo nuevo: claridad. Los recuerdos, la rabia, la esencia de lo que fue, y lo que se había convertido, se enfrentaban en su mente, librando una batalla final.

Sostenía la segunda tubería con fuerza, el metal chirriando entre sus manos. Por un instante, observó a Fénix, el joven que alguna vez lideró, ahora colgado entre la vida y la muerte. Sus ojos se encontraron, y por primera vez en años, Marius sintió algo extraño en su pecho: paz.

Eras tú... siempre fuiste tú, cachorro. —musitó con una sonrisa sincera, aunque rota—. Sigue adelante. Al final, solo la voluntad importa.

Sin dudarlo un segundo más, Marius alzó la tubería que tenía en su mano libre y, con un movimiento seco y brutal, la atravesó directamente por su propia cabeza. El metal oxidado penetró su cráneo, atravesando carne y hueso hasta salir por la parte posterior. Un sonido seco resonó en la oscuridad del metro, como si el destino hubiera dictado su última sentencia.

Marius sonrió mientras caía al suelo, una sonrisa limpia, como si al fin hubiese encontrado una verdad que había perdido en algún rincón de su existencia. El cuerpo se desplomó sin vida, el recipiente destrozado y roto, liberando la última esencia de quien alguna vez fue Marius, líder de los lycan.

Fénix, aún apoyado contra la pared, sintió cómo su cuerpo comenzaba a rendirse. La barra atravesada en su pecho había perforado su corazón, y el dolor comenzaba a desaparecer, reemplazado por una extraña calma. Su vista se nublaba poco a poco, y cada respiración era más débil que la anterior.

Así que... así termina esto, —susurró Fénix para sí mismo, dejando que la oscuridad lo envolviera como una vieja amiga.

Todo se volvió más lento. Los sonidos del metro desaparecieron, las luces parpadearon en la distancia, y su cuerpo, cansado y roto, comenzaba a ceder. Sabía lo que significaba esa barra en su corazón. Sabía lo que estaba por venir.

Con un último esfuerzo, Fénix esbozó una sonrisa, tan amarga como tranquila. No había miedo en su mirada, solo la aceptación del guerrero que ha peleado demasiadas batallas.

Y entonces, el mundo se desvaneció.

Todo quedó en silencio.

El cuerpo de Fénix se desplomó, su peso arrastrando la barra metálica que seguía atravesando su pecho. Chocó contra la pared del metro con un sonido sordo, y quedó allí, inmóvil, su espalda apoyada contra la fría superficie de concreto. La sangre se deslizaba lentamente por el metal, creando un charco oscuro a sus pies, manchando el suelo sucio del subterráneo.

Su cabeza cayó hacia un lado, los ojos semiabiertos, aunque ya sin enfoque alguno, como si su conciencia se hubiese apagado por completo. La respiración de Fénix, apenas audible, se convirtió en un débil suspiro, cada inhalación más corta que la anterior.

El metro permanecía en un silencio inquietante, roto solo por el zumbido lejano de las luces fluorescentes y los ecos del combate que había terminado. Frente a él, el cuerpo de Marius yacía sin vida, con la tubería atravesando su cráneo, su sonrisa aún marcada en el rostro en una especie de macabra despedida.

Fénix seguía allí, atrapado entre la vida y la muerte, su cuerpo inerte apoyado contra la pared como una estatua rota, resistiendo a la nada que ya lo reclamaba.

El tiempo en ese lugar maldito se sentía pesado, como si cada segundo durara una eternidad. Nadie venía. No había héroes, ni rescates milagrosos. Solo el guerrero exhausto, esperando su destino en la penumbra del metro.

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