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El viento soplaba con fuerza aquella mañana, arrastrando consigo el olor húmedo de Harrenhal, una mezcla entre moho, madera vieja y ese toque de decadencia que solo este lugar podía ofrecer. Estábamos en el patio, justo al borde de la salida. Los caballos de Mysaria estaban listos, su pequeño séquito terminaba de ajustar los últimos detalles antes de partir hacia Desembarco del Rey. Y allí estaba yo, cruzada de brazos, observando a la llamada Gusano Blanco con una mezcla de resignación y, aunque me costara admitirlo, cariño.
—¿Entonces? ¿Qué harás ahora, Visenya? ¿Seguirás dejándote envolver por las sombras de este castillo o finalmente harás algo útil con tu vida? —Mysaria preguntó mientras ajustaba su capa.
Rodé los ojos, porque claro, Mysaria no podía simplemente despedirse sin lanzar una de sus mordaces observaciones.
—¿Y tú? —respondí con sarcasmo—. ¿Seguirás conspirando entre las sábanas de los poderosos o finalmente te buscarás un pasatiempo menos… pegajoso?
Ella soltó una carcajada, ese tipo de risa que hacía que todos en el patio la miraran con mezcla de admiración y temor. Mysaria tenía una forma de ser insultante y encantadora a la vez, un talento que yo no poseía.
—Siempre tan aguda, querida. Pero recuerda, al menos yo elijo mis sábanas. Tú estás atrapada en las de un hombre que no sabe ni cómo doblarlas.
Me quedé callada un momento. Touché.
—Lo que sea, Mysaria. Ve a Desembarco, juega a ser el oído de todo el reino, pero no olvides que este lugar también tiene ojos. Y que yo tengo mucha paciencia para esperar el momento adecuado.
Ella sonrió, esa sonrisa que siempre llevaba un mensaje oculto. Dio un paso hacia mí y, para mi sorpresa, me abrazó. Un abrazo breve, incómodo, pero que significaba más de lo que cualquiera de los dos admitiría.
—Te deseo suerte, Visenya. La necesitarás aquí. Harrenhal tiene una forma de… devorar a los débiles.
—¿Débil? —repliqué, alzando una ceja—. Mysaria, si este castillo me devora, te aseguro que se indigestará.
