(50) Leonor

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Me desperté por una pesadilla que era incapaz de recordar. Lo único que sabía era que en ella había oído gritos y llantos, pero no me acordaba por qué o de quién eran.

Cuando abrí los ojos estaba hiperventilando y un miedo irracional corría por mis venas a la velocidad del rayo. Por un momento pensé que algo horrible había pasado, pero entonces vi a Ian plácidamente dormido y me tranquilicé, de todas formas no sería capaz de volver a quedarme dormida, así que me levanté.

Me estiré para relajar todos los músculos de mi cuerpo. Me dirigí al único balcón que quedaba en pie en aquella mansión urbana que daba hacia el entonces silvestre jardín. Millones de pensamientos cruzaron mi mente como las efímeras estrellas fugaces que miles de noches había observado. La noche me hacía sentir libre, me relajaba. Nada parecía importante excepto el ahora. El cielo, la luz y el viento me animaban a correr y saltar por encima de los tejados mientras me sumergía en mil pensamientos de felicidad que eran espejismos que se desvanecían al amanecer.

Mi cuerpo se movía solo. Estaba de pie, encima de la barandilla del balcón a punto de saltar y perderme entre las sombras dejando bajo mis pies la ciudad en la que me había criado y a todas las personas que la habitaban. Así podría centrarme en el inmenso y atrayente cielo estrellado que me hacía olvidar el dolor y acordarme de la alegría que, aunque fuera poca, había iluminado mi vida.

Entonces una mano me agarró de la muñeca desequilibrándome y haciéndome caer hacia el interior del balcón que chirrió cuando perdí la estabilidad. Estaba preparada para chocar contra el suelo, cuando unos brazos me recogieron y luego me soltaron dejándome de pie de espaldas al jardín.

— Pensaba que te había pasado algo —dijo la voz aparentemente tranquila de Ian—. Solo haces que me preocupe, en una de estas me va a dar un infarto.

— Te agradezco que te preocupes por mí —dije intentando sonreír—, pero sé cuidarme sola, no necesito que nadie me proteja.

— Lo sé —dijo sin dejar de sonreírme—, pero está bien relajarse de vez en cuando.

— No puedo depender de nadie, no me lo puedo permitir —dije creando una silencio tenso entre ambos.

— ¿Qué se siente cuando te transformas? —dijo rompiendo la barrera invisible que se había creado entre nosotros— ¿Duele?

— Un poco —admití—, pero no te debes preocupar por eso —dije sin darle más importancia, sin embargo Ian me miró invitándome a describir lo que se sentía, suspiré y comencé a explicar—.¿Recuerdas que te dije que era como si algo o alguien me presionara? —él asintió— Eso es lo que se siente justo al principio y al final de la transformación, pero cuando tus huesos cambian sientes cómo se transforman y, a veces, la sensación de que se rompen y clavan, por ejemplo con las garras, pero el resultado es muy gratificante y merece la pena. Supongo que cuanto más me transforme menos lo sentiré.

— Entonces ¿por qué...? —intentó rechistar Ian, pero no le dejé.

— Ya me has hecho una pregunta, ahora me toca a mí —dije retándolo con la mirada—,¿por qué los camaleones tienen una lengua propia y los hechiceros no?

— Eso no lo sé con exactitud —admitió—, pero no creo que sea una lengua especial de su raza, no creo que nazcan sabiéndola —iba a preguntar otra cosa, pero él me interrumpió—. ¿Ahora me vas a decir por qué estabas subida en la barandilla de un balcón en ruinas a estas horas?

— Tuve un sueño —dije sin concretar.

— ¿Un sueño? ¿Qué pasaba en él?

— No me acuerdo bien, pero lo que sí recuerdo son gritos, explosiones, dolor, miedo, rencor y angustia. No recuerdo a nadie en concreto, pero las voces me resultaban familiares —un gran vacío empezaba a formarse en mi interior, las imágenes no volvían, pero sí la impotencia y miedo que sentí—. Era como si todos estuvieran dominados por el odio y el egoísmo, el orgullo les nublaba la vista impidiéndoles darse cuenta de lo hacían —Ian se empezó a acercar a mí—. Era... era una guerra —sentía que las lágrimas luchaban por aflorar, pero lo impedí—. Aquello era una masacre, se mataban sin tan siquiera saber por qué lo hacían —el pecho me empezaba a doler, ardía como si me estuviera incendiando por dentro.

Lucha entre las SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora