CAPITULO 21 - Parte 3: ENTRE LLAMAS

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Owain recuperó la consciencia al día siguiente y sintió que todo estaba en su lugar, mágicamente hablando. Podía notar con claridad el calor de su magia, como siempre había sido y su marca no le producía ningún tipo de aflicción. La resaca provocada por la ingestión de alcohol la noche anterior, era otra historia. El fino hilo de luz vertical que se asomaba por la ventana, entre las dos cortinas blancas, le suponía un incordio. Se levantó de la cama con dificultad, como si estuviera resentido por la brutal paliza de la profesora Brock. Se acercó a las cortinas con la priorizada intención de cerrarlas aún más, hasta asfixiar el más mínimo rastro de luz. Sin embargo, se detuvo al ver junto a la mesilla un sobre cerrado con su nombre escrito sobre él. Era la letra de Shiro: irregular y escrita con desgana. Abrió el sobre y leyó para sí:

—¿Qué tal? Espero que la resaca no sea demasiado bestia. Si es así, tómate las dos pastillas que hay en el sobre, son mano de santo. Te lo digo por experiencia. Cuando te recuperes, coge un taxi y ve a la dirección que te he mandado a tu móvil. También te la hemos mandado a tu pulsera, por si no sabes ni donde lo pusiste anoche. El plan de esta tarde es una especie de picnic al aire libre, junto a una charca. Planazo, ¿no? —Aunque solo eran simples letras, Owain le dio el tono exacto con el que Shiro lo había escrito. Era ironía—. No le hagas caso. —La letra había cambiado. Ahora era bonita, redondeada y perfectamente cuidada. Tharja—. Va a ser divertido.

Colocó la palma de su mano hacia arriba y volcó el sobre, de manera que dos pequeñas pastillas redondas de color rosado cayeron en su mano. Se las llevó a la boca y luego sorbió agua de un vaso que había preparado junto al sobre. Se quitó la ropa de la noche anterior, se metió en el baño y se dio una ducha extremadamente rápida. Llamó a un taxi, se puso un bañador de rayas azules y una camiseta de tirantes dos tallas más grandes, de manera que la tela caía lánguida. Y para cuando salió del hotel, el taxi estaba allí esperando.

Por el camino, miraba a través de los cristales de las ventanas para prestar la atención que se merecía a aquella isla. Los edificios, la geografía, la gente... examinándolo todo llegó a varias conclusiones sobre el lugar: uno, toda la gente que allí había era turista. Suposición que catalogó como cierta al ver que, dos, todos los edificios tenían función comercial. No había casas por ningún lado. Bueno, las había, pero estaban reducidas a escombros y los restos que aún se mantenían en pie estaban teñidos de color negro carbonizado. Por último, llegó a la conclusión de que todo lo que había 'vivo' allí había sido construido prescindiendo de la naturaleza. Naturaleza que, según lo que estaba viendo, formaba parte de la forma de vida de los antepasados de Mina. Aquello le apenó. Ver como no solo habían aniquilado a una raza entera, sino como habían borrado de la faz de Heria sus huellas y su historia. Habían convertido el hogar de Mina en un mero destino comercial, potenciado por la trágica historia de la gente que la habitaba.

El taxista se detuvo en un camino de tierra, que terminaba en un paisaje de color verde intenso y vivo, donde acababa la vida artificial. Pagó con la pulsera el precio del trayecto y bajó del taxi, para adentrarse en lo desconocido en busca del punto de encuentro.

Utilizaba para ello la ubicación que le habían mandado en su móvil, pero pronto dejó de funcionar correctamente. «Demasiada naturaleza para este cacharro», se dijo. Así que recurrió a la pulsera, cuya tecnología era mucho más potente que la del pequeño artefacto. Tras varios minutos andando sobre verde, escuchó voces y el sonido del agua salpicar, así que aceleró, apartó la gruesas y grandes hojas que le impedían el paso y allí estaban acampados, junto a una charca de gran tamaño, rodeada en parte por una escabrosa pared que se alzaba y que, desde lo alto de aquella, vio a Vito realizar un elegante salto. Abajo, en el agua, le esperaban Shiro, Sirsa, Lance y Hawk, que como de costumbre una camiseta empapada y pegada a su cuerpo le cubría el torso. Mientras que a los pies de la charca, Mina, Piers, Rinka y Tharja se encontraban medio tumbados sobre una gigantesca toalla con espacio suficiente para un grupo de personas, en la que había comida y diferentes objetos personales como los móviles, camisetas y sombreros. Al verlo, todos alzaron su brazo para saludar desde la distancia al recién llegado. Todos excepto Mina, que parecía no estar allí. Parecía abstraída en otro mundo. Un mundo pintado de color naranja del reflejo de las llamas que abrasaban su alrededor, en el que las personas que ella quería y conocía eran asesinadas por un grupo de gente que, simplemente, habían decidido que tenían que morir.

—¿Cómo estás? —le preguntó Piers con una innegable sinceridad. Al final sí que iba a ser un buenazo como aseguraba la gente, pensó—. Me refiero a tu mano, y a tu borrachera. Ambas.

—Bien —respondió él mirándose su mano vendada—. Todo bien.

—Si sales vivo de la isla, lo celebraré —dijo Rinka con guasa.

La tarde de picnic estaba siendo sorprendentemente más divertida de lo que en un principio esperaba, tal y como aseguró Tharja en aquella nota que leyó al despertar. Tenía que haberlo imaginado, ella nunca se equivoca. Habían traído comida preparada en el hotel y se habían puesto las botas ingiriendo todo tipo de delicias. Habían echado unas cuantas partidas a las cartas, gracias a una baraja que trajo Vito. Se habían dado unos cuantos chapuzones en el agua de la charca que, para su sorpresa, era cristalina. «Agua pura», se dijo. Aunque estaba atardeciendo y, debido al clima extremo de Gálama, comenzaba a refrescar. De manera que se habían vuelto a vestir con ropa de calle.

Todos esos componentes hacían de aquella estampa lo que Owain necesitaba para desconectar, que resultó ser el motor de este viaje. El aire libre, fresco y puro, le hacía olvidarse de su marca y su respectiva maldición. El contacto con la verde hierba empañaba aquellos remordimientos por el trato a Mina. Al oír cantar a los pájaros se olvidaba de aquel extraño grupo de sospechosos en la playa y su peligroso látigo. El olor de las flores silvestres, que le recordaba al perfume que usaba su madre cuando aún vivía, conseguía enterrar la imagen del hombre de negro que fue asesinado en el barco. Y las risas de sus amigos hacían de aquellas sádicas y macabras alucinaciones del día anterior una mera pesadilla, provocada por el excesivo consumo de alcohol. Todo era idílico, demasiado idílico.

El Sello de CainDonde viven las historias. Descúbrelo ahora