61: Inevitable.

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Shane Foster:

Esta presión constante en mi pecho no desaparece. No lo hace por más que trato de respirar con normalidad y no sentir este nudo enorme en mi estomago. Un monstruo grotesco formado a base de frustración, impotencia y dolor no me deja estar tranquilo. Así que por más que intento dormir y mantener un estado de plenitud donde ni mi cuerpo ni mi mente tengan ningún tipo de sufrimiento, simplemente no puedo. No puedo.

Cierro los ojos e inspiro con fuerza. No quiero llorar pero me siento débil, vulnerable... enfermo.

Odio sentirme de este modo, ¿pero lo que más odio? No poder salir de este estado de penumbra en el que me encuentro. De seguro parezco una nena sufriendo por un corazón herido y lastimado. ¿Saben una cosa? Me vale una hectárea de mierda, porque no puedo fingir que no me siento terrible justo ahora, no puedo simplemente tapar el sol con un dedo y ocultar el desasosiego que siento.

Y si esto significa que soy débil, entonces lo admito: ¡Sí! ¡Soy débil! Soy débil por confiar, por entregar mi corazón, por una vez más, enamorarme. Y esta vez no me arrepiento, esta vez todo es igual pero al mismo tiempo sumamente diferente.

Igual, porque termine de la misma manera al enamorarme y confiar en esa persona: destrozado. Diferente, porque todo lo que siento es más intenso, mucho más doloroso. Diferente, porque no estoy odiándola, porque no estoy deseando nunca haberla conocido. Diferente, porque mi necio corazón se empeña en quererla con fuerzas, a pesar de que ha recibido un golpe, uno muy fuerte.

Me empiezo a reír, pero es una risa a marga, una risa carente de humor. Soy patético...

Tan patético que la primera vez que viste sus pechos desnudos fue en brazos de otro, ¡joder, increíble!

Ahora quiero golpear a la vocecilla insidiosa que es mi subconsciente por decirme aquello. Suelto un gruñido por lo bajo y maldigo, a pesar de que quiero ignorar el comentario sé que tiene razón y eso me hace sentir peor.

Me he dicho a mi mismo durante las últimas —o primeras— horas que llevo aquí, que lo que pase en la vida de Ivie no es de mi incumbencia y mucho menos debería dolerme; no obstante mi cabeza no parece procesar la información, mi corazón mucho menos.

—Justo ahora estoy odiándote, corazón blanduchento —mascullo por lo bajo.

Recorro la estancia con la mirada y me detengo en el techo, como he hecho durante todo el tiempo que llevo aquí. Por obvias razones no volví a mi apartamento, así que aquí me encuentro: en la habitación de huéspedes de la casa de Owen.

No sé qué carajos hacer con mi vida. No he podido dormir y quiere dolerme la cabeza. Me siento fatal. Cuando salí de casa de Rose lo primero que hice fue pronunciar todas las palabras que ofenden a Jesús, golpear a un borracho que se interpuso en mi camino y lloriquear por el hecho de que vi a Ivie en brazos de otro en una situación comprometedora.

Juro que jamás me sentí tan miserable como en ese momento. Y por más que quise escuchar a Owen, quien no dejaba de decirme que me controlara y que sea lo que sea que haya visto tiene solución, no pude hacerlo. No pude hacerlo porque mi corazón dolía y mi razón estaba nublada por el coraje y el dolor.

¿Entonces qué fue lo que hice? Me senté en la acerca a lloriquear como un niño de cinco años que se pierde en un supermercado. Y allí, sentado en medio de la calle, con una fiesta, borrachos y drogadictos a mis espaldas, y la imagen de la mujer que se metió en mi corazón —sin pedir permiso o avisar— en brazos de otros, me puse a pensar en la experiencia que tuve hace años.

Pensé en Lauren, en sus palabras, en su infidelidad, en su imperiosa necesidad de recalcar que solo era un crío incapaz de satisfacer a una mujer, y allí, en medio del dolor, mi mente me jugo sucio y empecé a formular las miles de teorías de porque siempre que entregaba mi corazón, me ocurría esto, de la misma manera. Siempre me traicionaban.

Shane Foster || El sexy mujeriego ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora