vi.- El vagabundo luminoso

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Cruzaban el río Potomac cuando divisaron un helicóptero. Un modelo militar negro y reluciente como el que habían visto en Westover Hall. Iba directo hacia ellos

—Han identificado la furgoneta —advirtió Percy—. Tenemos que abandonarla.

Bianca le bajo a la radio que había sido prendida por Rocío apenas subieron a la camioneta.

Zoë viró bruscamente y se metió en el carril de la izquierda. El helicóptero ganaba terreno.

—Quizá los militares lo derriben —dijo Grover, esperanzado.

—Los militares deben de creer que es uno de los suyos —hablo Rocío moviendo la cabeza al ritmo de la música que sonaba bajito.

—¿Cómo se las arregla el General para utilizar mortales? —cuestiono el hijo de Poseidón

—Son mercenarios —repuso Zoë con amargura—. Es repulsivo, pero muchos mortales son capaces de luchar por cualquier causa con tal de que les paguen.

—Pero ¿es que no comprenden para quién están trabajando? —preguntó—. ¿No ven a los monstruos que los rodean?

Zoë meneó la cabeza.

—No sé hasta qué punto ven a través de la Niebla. Pero dudo que les importase mucho si supieran la verdad. A veces los mortales pueden ser más horribles que los monstruos.

El helicóptero seguía aproximándose. A aquel paso acabarían batiendo una marca mundial, mientras que ellos, con el tráfico de Washington, lo tenían más difícil.

Thalia cerró los ojos y se puso a rezar.

—Eh, papá. Un rayo nos iría de perlas ahora mismo. Por favor.

Pero el cielo permaneció gris y cubierto de nubes cargadas de aguanieve. Ni un solo indicio de una buena tormenta.

—¡Gracias, abuelo! —exclamo Rocío— Luego no entendía porque prefería a Hades.

Retumbo un trueno, pero solo fue eso.

—¡Allí! —señaló Bianca—. ¡En ese aparcamiento!

—Quedaremos acorralados —dijo Zoë.

—Tampoco es como si tuviéramos opciones

Zoë cruzó dos carriles y se metió en el aparcamiento de un centro comercial en la orilla sur del río. Salieron de la furgoneta y bajaron unas escaleras, siguiendo a Bianca.

—Es una boca del metro —informó—. Vayamos al sur. A Alexandria.

—Cualquier dirección es buena —asintió Thalia.

Compraron los billetes y cruzaron los torniquetes, mirando hacia atrás por si nos seguían. Unos minutos más tarde, estábamos a bordo de un tren que se dirigía al sur, lejos de la capital. Cuando salió al exterior, el helicóptero volaba en círculo sobre el aparcamiento. No los seguían.

Grover dio un suspiro.

—Suerte que te has acordado del metro, Bianca.

Ella pareció halagada.

—Sí, bueno... Me fijé en esta estación cuando pasamos por aquí el verano pasado. Recuerdo que me llamó la atención porque no existía cuando Nico y yo vivíamos en Washington.

Grover frunció el entrecejo.

—¿Nueva, dices? Esa estación parecía muy vieja.

—Quizá —dijo Bianca—. Pero cuando nosotros vivíamos aquí, de niños, el metro no existía, te lo aseguro.

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