vii. Todos al Olimpo

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Nueva York era lindo aun cuando acabaras de salir del reino de Hades con un perro negro y gigante.

—Hola, mi querida rubia —saludó Rocío cuando Annabeth le contestó el teléfono—, ¿cómo estás?

—¡Preocupada! Desapareces de la nada con Percy y... Rocío ¿qué estaban haciendo? —cuestiono cambiando su tono de uno de madre preocupada al de amiga chismosa.

—Luego te cuento, tiene que ver con Nico. ¿Recibiste el mensaje?

—¿Ese en el que sonabas como si fuera otro día normal y no hubieran desaparecido, aunque no dijiste casi nada y solo aumentaste mi preocupación?

—Si, ¿Dónde están?

—Vamos de camino a donde nos pediste. Estamos a punto de llegar al túnel de Queens. Pero, ¿cuál es tu plan? Hemos dejado el campamento prácticamente indefenso. Y es imposible que los dioses...

—Ni me los menciones que me pongo a insultarlos, te cuento en persona ¿sí? Percy tiene un plan, confía en nosotros... Saludos a Lani.

Colgó la llamada suspirando.

—Tienes un plan, ¿verdad? —preguntó mirando a Percy que estaba asintiendo y tiritando—. Tranquilo, chico galea. Todo saldrá bien.

***

El taxi los dejó frente al Empire State hacia media tarde. La Señorita O'Leary saltaba de aquí para allá en la Quinta Avenida, lamiendo taxis y husmeando puestos de perritos calientes. Nadie parecía detectar su presencia, aunque la gente se apartaba con aire confuso cuando ella se acercaba.

Percy la llamó con un silbido al ver que paraban tres furgonetas blancas junto al bordillo: las tres con un rótulo de Fresas Delfos, que es el nombre que se usa como tapadera para el Campamento Mestizo. Nunca habían visto las tres furgonetas juntas en el mismo sitio, aunque sabían que iban y venían a la ciudad con los productos frescos.

La primera la conducía Argos, el jefe de seguridad de múltiples ojos. Las otras dos, sendas arpías, que son un híbrido demoníaco de gallina y humano con bastante mala uva. Normalmente se dedicaban a limpiar el campamento, pero también se les daba bien conducir entre el denso tráfico del centro de la ciudad.

En cuanto pararon, se abrieron las puertas laterales y empezaron a bajar un montón de campistas (algunos un poco lívidos por el largo trayecto). A Percy le llenó de alegría que hubieran venido tantos: Pólux, Silena Beauregard, Lani, los hermanos Stoll, Michael Yew, Jake Mason, Katie Gardner y Annabeth, junto con la mayoría de los miembros de sus cabañas. Quirón fue el último en bajar de la furgoneta. Llevaba comprimida la mitad de su cuerpo de caballo en una silla de ruedas mágica, así que utilizó la plataforma para discapacitados. La cabaña de Ares no había venido.

Cuarenta campistas en total.

No muchos para librar una guerra, pero aun así era el grupo más numeroso de mestizos que Percy había visto reunido jamás fuera del campamento. Parecían nerviosos, cosa que comprendía perfectamente. El aura de semidioses que debían de estar emitiendo era tan potente que ya habrían alertado a todos los monstruos del nordeste del país.

—¿Fue un lindo trayecto? —preguntó Rocío acercándose a Lani.

—No, tu hermano me robó mi espejo de mano —murmuró Lani apoyándose contra Malcolm.

—¡Claro que no! —exclamó un hijo de Hermes escondiendo el objeto en uno de sus bolsillos.

Annabeth se acercó a Percy. Iba con un uniforme negro de camuflaje, con el cuchillo de bronce celestial sujeto al brazo y su portátil al hombro: o sea, lista para repartir puñaladas o navegar por internet. Lo que hiciera falta.

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