xiii.- El cepillo mortal de una mortal.

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Saltar por una ventana a mil quinientos metros del suelo no era lo más divertido que todos habían hecho y mucho menos cuando tenia que agitar los brazos, pero Rocío le había agarrado rápido el gusto, claro que cuando tu madre está casada con un dios del viento y le agradas es mucho más fácil.

Habría caído en picada de no ser por su madre y su padrastro.

Metros más abajo Annabeth, Rachel y Nico describían círculos en el aire, y más abajo Percy terminaba de agarrarle el hilo a la situación y comenzaba a volar bien.

—¡Aterricemos! —gritó Annabeth—. Estas alas no durarán eternamente.

—¿Cuánto tiempo calculas? —preguntó Rachel.

—¡Prefiero no averiguarlo!

—Aquí me bajo, gracias... eh... ¿tío? —dijo Rocío insegura indicándole a Céfiros que podía dejar la corriente de viento que la mantenía sin esfuerzo.

Una voz murmuró una despedida y ella dejo de sentir la corriente.

Se lanzaron en picado hacia el Jardín de los Dioses. Trazaron un círculo completo alrededor de una de las agujas de piedra y les dieron un susto de muerte a un par de escaladores. Luego planearon los cuatro sobre el valle, sobrevolaron una carretera y fueron a parar a la terraza del centro de visitantes. Era media tarde y aquello estaba repleto de gente, pero se quitaron las alas a toda prisa. Al examinarlas de cerca, vieron que Annabeth tenía razón. Los sellos autoadhesivos que las sujetaban a la espalda estaban a punto de despegarse y algunas plumas de bronce ya empezaban a desprenderse. Era una lástima, pero no podían arreglarlas ni mucho menos dejarlas allí para que las encontraran los mortales, así que las metimos a presión en un cubo de basura que había frente a la cafetería.

—El taller se ha desplazado —dedujo Annabeth cuando usaron los prismáticos turísticos y no vieron el taller—. Vete a saber adónde.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Percy—. ¿Cómo regresamos al laberinto?

Annabeth escrutó a los lejos la cumbre de Pikes Peak.

—Quizá no podamos. Si Dédalo muriera... Él ha dicho que su fuerza vital estaba ligada al laberinto. O sea, que tal vez haya quedado totalmente destruido. Quizá eso detenga la invasión de Luke.

—No —dijo Nico—. No ha muerto

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —cuestionó el hijo de Poseidón.

—Cuando la gente muere, yo lo sé. Tengo una sensación, como un zumbido en los oídos.

—¿Y Tyson y Grover?

Nico meneó la cabeza.

—Eso es más difícil. Ellos no son humanos ni mestizos. No tienen alma mortal.

—Hemos de llegar a la ciudad —decidió Annabeth—. Allí tendremos más posibilidades de encontrar una entrada al laberinto. Debemos volver al campamento antes que aparezcan Luke y su ejército.

—Podríamos tomar un avión —sugirió Rachel.

Percy se estremeció

—Yo no vuelo.

—Pero si acabas de hacerlo

—Eso era a poca altura, y de todas formas ya entrañaba su riesgo. Pero volar muy alto es otra cosa... Es territorio de Zeus, no puedo hacerlo. Además, no hay tiempo para un avión. El camino de regreso más rápido es el laberinto.

—Necesitamos un coche para llegar a la ciudad —señaló Annabeth mirando a Rocío que le enseñaba el teléfono a Nico.

—¿Quieres qué robe un auto? ¿Cómo planeas encenderlo?

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