xi.- Mascota de mal aliento y conociendo la familia

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—Nunca llegaremos —protestó Zoë—. Vamos demasiado despacio. Pero tampoco podemos dejar al taurofidio.

—Muuuuu —dijo Bessie, que iba nadando a su lado mientras caminaban junto a la orilla. Habían dejado muy atrás el centro comercial y se dirigían al Golden Gate, pero estaba mucho más lejos de lo que parecía. El sol descendía ya hacia el oeste.

—No lo entiendo —dijo Percy—. ¿Por qué tenemos que llegar a la puesta de sol?

—Las hespérides son las ninfas del crepúsculo —repuso Zoë—. Sólo podemos entrar en su jardín cuando el día da paso a la noche.

—¿Y si no llegamos?

—Mañana es el solsticio de invierno. Si no llegamos hoy a la puesta de sol, habremos de esperar hasta mañana por la tarde. Y entonces la Asamblea de los Dioses habrá concluido. Tenemos que liberar a Artemisa esta noche.

—O me quedare sin mi amiga rubia y sabelotodo.

—Necesitamos un coche —dijo Thalia mirando a Rocío con el ceño fruncido. ¿Por qué no quería ver a su familia mortal? ¿Tan malo seria?

—¿Y Bessie? —preguntó. Grover se detuvo en seco

—¡Tengo una idea! El taurofidio puede nadar en aguas de todo tipo, ¿no?

—Bueno, sí. Estaba en Long Island Sound. Y de repente apareció en el lago de la presa Hoover. Y ahora aquí.

—Entonces podríamos convencerlo para que regrese a Long Island Sound —prosiguió Grover—. Quirón tal vez nos echaría una mano y lo trasladaría al Olimpo.

—Pero Bessie me estaba siguiendo a mí. Si yo no estoy en Long Island, ¿crees que sabrá encontrar el camino?

—Muuu —mugió Bessie con tono desamparado

—¿Por qué no? Es un taurofidio muy inteligente ¿cierto? Eres más inteligente que sesos de alga —dijo Rocío mimando al ser.

—Yo puedo mostrarle el camino —se ofreció Grover—. Iré con él

Grover no era lo que se dice un fanático del agua. El verano anterior no se había ahogado por los pelos en el Mar de los Monstruos. No podía nadar bien con sus pezuñas de cabra.

—Soy el único capaz de hablar con él —continuó Grover—. Es lo lógico.

Se agachó y le dijo algo al oído a Bessie, que se estremeció y soltó un mugido de satisfacción.

—La bendición del Salvaje debería contribuir a que hagamos el recorrido sin problemas —añadió Grover—. Tú rézale a tu padre, Percy. Encárgate de que nos garantice un trayecto tranquilo a través de los mares.

—Vas a viajar con mi mejor amiga cabra, cuídalo ¿sí?

—Padre —musitó Percy concentrándose—, ayúdanos. Haz que Grover y el taurofidio lleguen a salvo al campamento. Protégelos en el mar.

—Una oración como ésta requiere un sacrificio —dijo Thalia—. Algo importante.

Reflexionó un instante y se sacó el abrigo.

—Percy —dijo Grover—, ¿estás seguro? Esa piel de león te resulta muy útil. ¡La usó Hércules!

Zoë observaba con atención igual que Rocío.

—Si he de sobrevivir —dijo— no será por llevar un abrigo de piel de león. Yo no soy Hércules.

Arrojó el abrigo a la bahía. Inmediatamente, se convirtió en una dorada piel de león que relucía en el agua. Luego, al empezar a hundirse, pareció disolverse en una mancha de sol.

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