xvi.- Mensajería Iris. El arcoíris va hasta el inframundo

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Hubo demasiadas despedidas.

Aquella noche algunos vieron usar por primera vez en cuerpos reales las mortajas del campamento; algo que no deseaban volver a presenciar.

Entre los muertos se hallaba Lee Fletcher, de la cabaña de Apolo, que había caído bajo la porra de un gigante. Lo envolvieron en un sudario dorado sin ningún adorno. El hijo de Dioniso que había sucumbido luchando con un mestizo enemigo fue amortajado con un sudario morado oscuro, con un bordado de viñas. Se llamaba Castor. Tenía diecisiete años. Su hermano gemelo, Pólux, trató de pronunciar unas palabras, pero la voz se le estranguló y tomó la antorcha sin más. Encendió la pira funeraria situada en el centro del anfiteatro y, en unos segundos, el fuego se tragó la hilera de mortajas mientras las chispas y el humo se elevaban al cielo.

El día siguiente se la pasaron atendiendo a los heridos, que eran prácticamente todos los campistas. Los sátiros y las dríadas se afanaron en reparar los daños causados al bosque.

—... Y si sientes mareaos o ganas de vomitar, debes regresar y buscarme ¿Sí? —pidió un pequeño rubio terminando de armar la trenza de la castaña.

—Tranquilo, Will. Solo será una visita rápida al inframundo.

—Con mayor razón, no estás del todo curada —dijo extendiéndole una carta en un sobre dorado—. Gracias por hacer esto.

—Estás a cargo de Nico, cuídamelo —se despidió sacudiéndole el cabello rubio del chico.

—Estará sano para cuando regreses —asintió el niño.

La hija de Iris le sonrió y salió de la enfermería revisando los sobres de colores que había pasado recogiendo por cada cabaña.

Durante la noche alguien había corrido el rumor de que iría el inframundo y muchos querían que llevara algunas cosas para sus seres queridos.

Cartas. Una carta por cabaña. Algunas más llenas que otras, pero la intención era lo que contaba.

—¡Rocío! —exclamó Pólux deteniéndola en su caminar—... Tengo una carta para Castor.

—Solo haré esta excepción, se supone que debían estar listas en la mañana —murmuró tomando el papel.

—Ya sé. Papá no terminaba nunca de escribirla —se excusó agachando la cabeza.

—No te preocupes, le llegará igual —dijo en forma de despedida.

Continuó su camino hasta los establos. Había hablado con Blackjack y él había estado de acuerdo en llevarla hasta la entrada del otro barrio.

Suspiró ante la situación. Una hija de una mensajera, criada en la cabaña de otro mensajero, estaba camino a entregar unas cartas. Sonrió por el pensamiento y siguió caminando.

—¡Señorita! —dijo el pegaso haciendo que vuelva a la tierra.

—¿Qué haces? Deberías estar en enfermería —alegó Percy dejando de cepillar al corcel.

—Eso hice, pero debo seguir con el negocio familiar —dijo mostrando las cartas.

—Si te pido que te quedes ¿iras igual? —La chica asintió—. Cuídala —le pidió el pelinegro a su amigo tras soltar un suspiro

—No se preocupe, Jefe. Mantendré a la señorita sana y salva.

El semidios asintió sin querer soltarle la mano a la su novia.

—Volveré pronto —dijo antes de jalarlo para dejar un rápido beso en sus labios—. Te quiero.

—Y yo a ti —añadió cuando ella se subió al caballo.

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