xi.- El puente de Williamsburg se va a caer

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Por suerte, Blackjack estaba de servicio.

Percy soltó un silbido bastante convincente y en pocos minutos se divisó en el cielo dos formas oscuras volando en círculos. Al principio parecían halcones, pero cuando bajaron un poco más y se notaron las largas patas de los pegasos lanzadas al galope.

«Eh, jefe. —Blackjack aterrizó con un trotecillo, seguido de su amigo Porkpie—. ¡Los dioses del viento por poco nos mandan a Pensilvania! ¡Menos mal que he dicho que estaba con usted!».

—Gracias por venir —le dijo Percy—. Por cierto, ¿por qué galopáis los pegasos mientras estáis volando?

Blackjack soltó un relincho.

«¿Y por qué los humanos balancean los brazos al andar? No lo sé, jefe. Te sale sin pensarlo. ¿Adónde?».

—Hemos de llegar cuanto antes al puente de Williamsburg.

Blackjack negó con la cabeza.

«¡Y que lo diga, jefe! Lo hemos sobrevolado al venir para aquí y no tenía buena pinta. ¡Suba!».

—Hola a ti también —murmuró Rocío.

«Un honor verla, señorita», dijo el pegaso fingiendo una reverencia.


***


Divisaron la batalla antes de tenerla lo bastante cerca como para identificar a los guerreros. Era plena madrugada ya, pero el puente resplandecía de luz. Había coches incendiados y arcos de fuego surcando el aire en ambas direcciones: las flechas incendiarias y las lanzas que arrojaban ambos bandos.

Cuando se acercaron para hacer una pasada a poca altura, advirtieron que la cabaña de Apolo se batía en retirada. Corrían a parapetarse detrás de los coches para disparar a sus anchas desde allí; lanzaban flechas explosivas y arrojaban abrojos de afiladas púas a la carretera; levantaban barricadas donde podían, arrastrando a los conductores dormidos fuera de sus coches para que no quedaran expuestos al peligro. Pero el enemigo seguía avanzando pese a todo. Encabezaba la marcha una falange entera de dracaenae, con los escudos juntos y las puntas de las lanzas asomando en lo alto. De vez en cuando, alguna flecha se clavaba en un cuello o una pierna de reptil, o en la juntura de una armadura, y la desafortunada mujer-serpiente se desintegraba, pero la mayor parte de los dardos de Apolo se estrellaban contra aquel muro de escudos sin causar ningún daño. Detrás, avanzaba un centenar de monstruos.

Los perros del infierno se adelantaban a veces de un salto, rebasando su línea defensiva. La mayoría caían bajo las flechas, pero uno de ellos atrapó a un campista de Apolo y se lo llevó a rastras. No se vio lo que sucedió con él luego.

—¡Allí! —gritó Annabeth desde el lomo de su pegaso.

Percy se asomó detrás del hombro de Rocío para ver.

En efecto, en medio de la legión invasora iba el Viejo Cabezón: el Minotauro en persona.

—La ultima vez llevaba unos calzoncillos blancos, hoy viene preparado —murmuró Percy.

—La vez pasada lo sacaron de la cama para perseguirte —respondió la castaña.

—Así parece.

De cintura para abajo llevaba el equipo de combate griego normal, o sea, un delantal —tipo falda escocesa— de tirillas de cuero y metal; unas grebas de bronce que le cubrían las piernas y unas sandalias de cuero firmemente atadas. De cintura para arriba, era puro toro: pelo, pellejo y músculos que ascendían hacia un cabezón tan enorme que debería haberse volcado sólo por el peso de sus cuernos. Parecía más alto que la otra vez. Ahora debía de medir tres metros al menos. Llevaba a la espalda un hacha de doble filo, pero era demasiado impaciente para molestarse en usarla. En cuanto me vio sobrevolar en círculos el puente (o me olió, cosa más probable, porque tenía mala vista) soltó un bramido mayúsculo y alzó en sus brazos una limusina blanca.

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