ii.- Problemas con toros

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En la cima de la colina había 2 toros, y no toros cualesquiera, sino de bronce y del tamaño de elefantes. Y, por si fuera poco, echaban fuego por la boca.

En cuanto se bajaron, las Hermanas Grises salieron a escape en dirección a Nueva York, donde la vida debía de ser más tranquila. Ni siquiera aguardaron a recibir las dracmas de propina. Se limitaron a dejarlos a un lado del camino.

Allí estaban: Annabeth, con su mochila y su cuchillo, Tyson y Percy, todavía con la ropa de gimnasia chamuscada (el último seguía con la camisa a cuadros), Rocío con su ropa normal de campamento y una daga que había sacado de la mochila (mochila que lanzo a Zeus sabra donde)

—Oh, dioses —dijo Annabeth observando la batalla, que proseguía con furia en la colina

Lo que más inquietaba no eran los toros en sí mismos, ni los diez héroes con armadura completa tratando de salvar sus traseros chapados en bronce. Lo que preocupaba era que los toros corrían por toda la colina, incluso por el otro lado del pino. Aquello no era posible. Los límites mágicos del campamento impedían que los monstruos pasasen más allá del árbol de Thalia. Sin embargo, los toros metálicos lo hacían sin problemas.

Uno de los héroes gritó:

—¡Patrulla de frontera, a mí!

Era la voz de una chica: una voz bronca que resultó conocida.

—Es Clarisse —dijo Annabeth—. Venga, tenemos que ayudarla

—Iré a patear traseros —se encogió de hombros y corrió hacia la colina

Auxiliar a la hija de Ares no sonaba para nada divertido. Aun así, estaba metida en un aprieto. Los guerreros que iban con ella se habían dispersado y corrían aterrorizados ante la embestida de los toros, y varias franjas de hierba alrededor del pino habían empezado a arder. Uno de los héroes gritaba y agitaba los brazos mientras corría en círculo con el penacho de su casco en llamas, como un fogoso mohawk. La armadura de la propia Clarisse estaba muy chamuscada, y luchaba con el mango roto de una lanza: el otro extremo había quedado incrustado inútilmente en la articulación del hombro de un toro metálico.

Rocío recogió una espada que encontró tirada, no podía enfrentar esas cosas con una daga.

—¡La Rue! —grito Rocío

—¡Hola, princesita! ¿Qué tal el mundo mortal?

—La escuela es horrible —contesto parándose junto a ella

Ni Rocío, ni Clarisse vieron a Percy correr colina arriba, hacia donde estaban. Clarisse, que ordenaba a gritos a su patrulla que se colocara en formación de falange; era una buena idea. Los pocos que la escuchaban se alinearon hombro con hombro y juntaron sus escudos. Formaron un cerco de bronce erizado de lanzas que asomaban por encima como pinchos de puercoespín.

Por desgracia, Clarisse sólo había conseguido reunir a seis campistas; los otros cuatro seguían corriendo con el casco en llamas. Annabeth se apresuró a ayudarlos. Retó a uno de los toros para que la embistiera y luego se volvió invisible, lo cual dejó al monstruo completamente confundido. El otro corría a embestir el cerco defensivo de Clarisse.

El toro corría a una velocidad mortífera pese a su enorme tamaño; su pellejo de metal resplandecía al sol. Tenía rubíes del tamaño de un puño en lugar de ojos y cuernos de plata bruñida, y cuando abría las bisagras de su boca exhalaba una abrasadora columna de llamas.

—¡Mantengan la formación! —ordenó Clarisse a sus guerreros—. ¡Rocío, o buscas un escudo o los alejas!

La menor lo pensó unos segundos y eligió la segunda opción.

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