xiv.- Visitas en el Empire State

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Lani tenía razón. En la hora siguiente, Percy y Rocío se la pasaron corriendo de una manzana a otra, tratando de apuntalar nuestras defensas. Muchos de sus amigos yacían malheridos por las calles, y muchos habían desaparecido.

Paso a paso, a medida que avanzaba la noche y la luna se elevaba en el firmamento, se vieron forzados a ceder terreno hasta que por fin se encontraron sólo a una manzana del Empire State en cualquiera de las direcciones. A cierta altura vieron a Grover junto a ellos, atizando en la cabeza a las mujeres-serpiente con su porra. Luego se perdió entre la multitud y fue Thalia la que se situó con ellos, mientras ahuyentaba a los monstruos con su escudo mágico. La Señorita O'Leary surgió dando brincos de la nada, agarró entre sus fauces a un gigante lestrigón y lo lanzó por los aires como si fuera un frisbee. Annabeth usaba su gorro de invisibilidad para colarse tras las líneas enemigas. Cada vez que se desintegraba un monstruo con una mueca de sorpresa, sabía que Annabeth había pasado por allí. Y Rocío se desaparecía a ratos corriendo hacia el semidiós malherido más cercano, luego se veían monstruos ser consumidos por pequeños remolinos de arcoíris llameantes o ser acribillados por flechas rojas que salían de la nada, luego Rocío aparecía en el campo de vista de Percy y volvía a desaparecer.

Sin embargo, no era suficiente.

—¡Mantened vuestra posición! —gritó Katie Gardner desde algún punto situado a la izquierda.

El problema era que faltaban efectivos para mantenerse firmes. La entrada del Olimpo quedaba a seis metros a sus espaldas. Un semicírculo de semidioses, cazadoras y espíritus de la naturaleza defendían las puertas con bravura.

Al este, a unas manzanas por detrás de las tropas enemigas, empezó a destellar una luz muy potente. Era Cronos, que venía hacia nosotros montado en su carro de oro. Una docena de gigantes lestrigones portaban antorchas delante. Dos hiperbóreos llevaban sus estandartes de color negro y morado. El señor de los titanes parecía fresco y descansado, con sus poderes en plena forma.

—¡Tenemos que retroceder hacia las puertas! —exclamó Annabeth—. ¡Y defenderlas cueste lo que cueste!

Tenía razón. Percy estaba a punto de ordenar retirada cuando escuchó un cuerno de caza. Su sonido se impuso sobre el fragor de la batalla como una alarma de incendios. Y enseguida le respondió un coro de cuernos, cuyos ecos se propagaban en todas direcciones por las calles de Manhattan.

La mayoría miró a Thalia, pero ella se limitó a fruncir el entrecejo.

—Las cazadoras no son —aseguró—. Estamos todas aquí.

—¿Quién, entonces?

Los cuernos de caza sonaron con más fuerza. No sabía de dónde venían a causa de los ecos, pero daba la impresión de que se aproximaba un ejército entero.

Rocío temía que fueran más enemigos, pero las fuerzas de Cronos parecían tan desconcertadas como ellos. Los gigantes bajaban embobados sus porras. Las dracaenae siseaban. Incluso la guardia de honor de Cronos parecía un poco incómoda.

Entonces, a la izquierda, un centenar de monstruos gritaron al unísono. Todo el flanco norte de Cronos avanzó como en una oleada, pero no atacaron. Cruzaron a todo correr las líneas de los del campamento y fueron a chocar con sus compañeros situados al sur.

Un nuevo estruendo de cuernos de caza sacudió la noche, y el aire pareció estremecerse. En un movimiento fulgurante, como si hubiera surgido a la velocidad de la luz, apareció un cuerpo entero de caballería.

—¡Sí, chicos! —aulló una voz—. ¡¡Vamos de fiesta!!

Una lluvia de flechas trazó un arco por encima de nuestras cabezas y cayó sobre el enemigo, pulverizando a centenares de demonios. No eran flechas normales. Pasaban disparadas con un zumbido especial: algo como ¡ffzzzz! Algunas tenían molinetes adosados; otras, guantes de boxeo en la punta.

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