iii.- Mascotas y planes misteriosos

1K 155 16
                                    

La Señorita O'Leary los vio antes de que ellos la vieran a ella, lo cual tenía su guasa, considerando que es del tamaño de un camión. Entraron en el ruedo de arena y un muro de oscuridad se les vino encima.

—¡Guau!

Cuando Percy quiso darse cuenta, se encontraba tirado en el suelo con una pezuña gigante en el pecho y una lengua enorme y rasposa como un estropajo lamiéndole la cara.

—¡Uf! —resopló—. Qué tal, chica. Yo también me alegro de verte. ¡Ay!

Les costó unos minutos calmarla y quitarla de encima del chico. Para entonces ya estaba empapado de babas. Ella quería jugar, así que Rocío tomó un escudo de bronce y lo lanzó a la otra punta del ruedo.

La Señorita O'Leary, dicho sea de paso, es la única perra del infierno simpática, se quedaba en el campamento y Beckendorf... bueno, Beckendorf solía cuidar de ella cuando Percy estaba fuera. Él había forjado el hueso de bronce que más le gustaba y que se pasaba todo el tiempo mascando. También le había hecho un collar y en la etiqueta había puesto un icono sonriente amarillo (en vez de la calavera) entre dos tibias cruzadas.

Pensar en aquello entristecía al semidios otra vez, pero la Señorita O'Leary no pareció dispuesta a dejar de jugar con Rocío y el escudo durante un rato.

Enseguida de eso se puso a ladrar —un estruendo incluso superior al de un cañón de artillería—, como si necesitara salir a dar un paseo. A los demás campistas no les gustaba que hiciera sus necesidades en la arena. Ya había provocado más de un resbalón e incluso algún accidente desafortunado. Abrieron la cerca y ella se alejó hacia el bosque dando saltos.

La siguieron corriendo, aunque no les preocupaba que llevara la delantera. No había nada en aquel bosque que entrañase peligro para la Señorita O'Leary. Incluso los dragones y los escorpiones gigantes escapaban cuando la oían acercarse.

Cuando la localizaron al fin (para entonces ya había ido al baño) en el claro donde el Consejo de los Sabios Ungulados había sometido a juicio a Grover. El lugar no tenía buen aspecto. La hierba estaba amarillenta y los tres tronos de arbustos recortados habían perdido todas las hojas. Pero lo que sorprendió no fue eso, sino el extraño trío que divisaron en medio del claro: la ninfa Enebro, Nico di Angelo y un sátiro viejísimo y muy gordo.

—¡Nico! —exclamó Rocío acercándose a él con paso apresurado—. No llamas, no das señales de vida, ¿Has comido?... No hablo de hamburguesas y papas fritas.

—Sigo vivo, eso es lo que importa —le dijo a la castaña sin dejar de rascarle las orejas a la Señorita O'Leary.

Ella le olisqueaba las piernas como si fuesen lo más interesante que había husmeado en su vida, aparte de los filetes de vaca. No era de extrañar. Siendo hijo de Hades, Nico debía de haber andado por sitios muy apetitosos para un perro del infierno

—Me di cuenta. Linda chaqueta, te queda bien.

Se acomodó su cazadora de cuero con una expresión que decir «Lo sé». La chaqueta iba acompañada de unos tejanos negros y una camiseta con esqueletos danzantes, como en esas imágenes del Día de los Muertos. Llevaba al cinto su espada de hierro estigio. Sólo tenía doce años, pero parecía mucho mayor y más triste que un chico de esa edad.

El viejo sátiro no parecía tan contento, ni mucho menos.

—¿Alguien va a explicarme qué demonios hace esta criatura del inframundo en mi bosque? —Agitaba los brazos y daba golpes nerviosos con las pezuñas, como si la hierba estuviera ardiendo—. ¡Tú, Percy Jackson! ¿Es tuya esta fiera?

—Perdona, Leneo —le respondió—. Es así como te llamas, ¿no?

El sátiro puso los ojos en blanco. Tenía el pelaje de color gris pelusa y una telaraña entre los cuernos. Con aquella panza habría sido un autochoque invencible.

BITTERSWEET | pjoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora