xiv.- ¿Hay peligro? ¡Hagamos una fiesta!

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Volaron en círculo sobre el centro de Manhattan, trazando una órbita alrededor del monte Olimpo. Había subido en ascensor hasta la planta secreta número 600 del Empire State.

En la penumbra del alba, las antorchas y hogueras hacían que los palacios construidos en la ladera reluciesen con veinte colores distintos, desde el rojo sangre hasta el índigo. Por lo visto, en el Olimpo nadie dormía nunca. Las tortuosas callejuelas se veían atestadas de semidioses, de espíritus de la naturaleza y dioses menores que iban y venían, unos caminando y otros conduciendo carros o llevados en sillas de mano por un par de cíclopes. El invierno no parecía existir allí. Percibieron la fragancia de los jardines, inundados de jazmines, rosas y otras flores incluso más delicadas que no sabría nombrar. Desde muchas ventanas se derramaba el suave sonido de las liras y de las flautas de junco.

En la cima de la montaña se levantaba el mayor palacio de todos: la resplandeciente morada de los dioses.

Los pegasos los dejaron en el patio delantero, frente a unas enormes puertas de plata. Antes de que se les ocurriese llamar, las puertas se abrieron por sí solas.

—Buena suerte, jefe, señorita —dijo Blackjack—. Oiga, jefe, si no volviera, ¿puedo quedarme con su cabaña como establo? —Percy miró mal al pegaso—. Sólo era una idea. Perdón.

Blackjack y sus amigos salieron volando. Durante un minuto, los semidioses permanecieron inmóviles, mirando el palacio, tal como habían permanecido los tres frente a Westover Hall al principio de aquella aventura (parecía que hiciera un millón de años).

—Si hoy me pulverizan. Este es mi testamento —dijo sacando una página de su libreta y dándosela a Annabeth.

La hija de Atenea leyó lo que decía y se encogió de hombros guardando el papel. Luego entraron juntos a la sala del trono.

Doce grandes tronos formaban una U alrededor de la hoguera central, igual que las cabañas en el campamento. En el techo relucían todas las constelaciones, incluso la más reciente: Zoë la cazadora, avanzando por los cielos con su arco.

Todos los asientos se hallaban ocupados. Los dioses y diosas medían unos cuatro metros de altura. Y te aseguro una cosa: si alguna vez vieses a una docena de seres todopoderosos e imponentes volviendo sus ojos hacia ti... Bueno, en ese caso, enfrentarte a una pandilla de monstruos te parecería un picnic.

—Bienvenidos, héroes —dijo Artemisa.

—¡Muuuu!

Sólo entonces vieron a Grover y Bessie.

Había una esfera de agua suspendida en el centro de la estancia, junto a la zona de la hoguera. Bessie nadaba alegremente en su interior, agitando su cola de serpiente y asomando la cabeza por los lados y la base de la esfera. Parecía disfrutar aquella novedad de nadar en una burbuja mágica. Grover permanecía de rodillas ante el trono de Zeus, como si acabase de rendir cuentas. Pero nada más verlos, exclamó:

—¡Bravo! ¡Lo han conseguido!

Iba a correr al encuentro cuando recordó que le estaba dando la espalda a Zeus y levantó la vista para solicitar su permiso.

—Ignora al viejo —dijo Rocío llamando la atención de todos—. Ven y dame un maldito abrazó porque te juraba ahogado.

—Esa lengua —regaño Thalia.

—Solo dije "maldito", conozco peores —se defendió la hija Iris.

Grover le hizo una reverencia a Zeus que miraba a Thalia y se les acercó trotando. Ninguno de los dioses decía nada. El redoble de sus pezuñas en el suelo de mármol resonaba por toda la sala. Bessie chapoteó en su burbuja de agua y la hoguera chisporroteó.

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