xiii.- No basta con hacer explotar escuelas.

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El bichito corría rápido y a pesar de que Rocío la había retrasado y estaba coja de una patita.

Luego de correr, perderla un par de veces, dar varias vueltas (con Annabeth sobre la espalda de Rocío) y retroceder un par de veces la encontraron golpeando una puerta metálica con su cabecita.

La puerta parecía una de aquellas anticuadas escotillas de los submarinos: con forma oval, remaches metálicos y una rueda, en lugar de un pomo, para abrirla. Encima de ella había una gran placa de latón, que el tiempo había cubierto de verdín, con una eta griega en el centro.

Se miraron unos a otros.

—¿Listos para conocer a Hefesto? —dijo Grover, nervioso.

—No —reconoció Percy.

—¡Sí! —dijo Tyson, eufórico, mientras hacía girar la rueda.

En cuanto se abrió la puerta, la araña se deslizó al interior; Tyson la siguió de cerca y los demás avanzaron también, aunque con menos entusiasmo.

El lugar era inmenso. Como el garaje de un mecánico, estaba lleno de elevadores hidráulicos. En algunos de ellos había coches, pero en otros se veían cosas bastante más extrañas: un hippalektryon de bronce desprovisto de su cabeza de caballo y con un montón de cables colgando de su cola de gallo, un león de metal que parecía conectado a un cargador de batería, y un carro de guerra griego hecho enteramente de fuego.

Había además una docena de mesas de trabajo totalmente cubiertas de artilugios de menor tamaño. Se veían muchas herramientas colgadas y cada una tenía su silueta pintada en un tablero, aunque nada parecía estar en su sitio. El martillo ocupaba el lugar del destornillador; la grapadora, el de la sierra de metales, y así sucesivamente.

Por debajo del elevador hidráulico más cercano, que sostenía un Toyota Corolla del 98, asomaban dos piernas: la mitad inferior de un tipo enorme, con unos mugrientos pantalones grises y unos zapatos incluso más grandes que los de Tyson. En una de las piernas tenía una abrazadera metálica.

La araña se deslizó por debajo del coche y los martillazos se interrumpieron al instante.

—Vaya, vaya. —La voz retumbaba desde debajo del Corolla—. ¿Qué tenemos aquí?

El mecánico salió sobre un carrito y se sentó. Habían visto a Hefesto en el Olimpo en una ocasión, así que creían estar preparado. En ese momento, sin embargo, tragaron saliva.

Allí, en su propio taller, no le preocupaba en absoluto su aspecto. Llevaba un mono cubierto de grasa, con un rótulo bordado en el bolsillo de la pechera que decía «HEFESTO». La pierna de la abrazadera le chirriaba y daba chasquidos mientras se incorporaba y, una vez de pie, vieron que el hombro izquierdo era más bajo que el derecho, de manera que parecía ladeado incluso cuando se erguía. Tenía la cabeza deformada y una permanente expresión ceñuda. Su barba negra humeaba. De vez en cuando, se le encendía en los bigotes una pequeña llamarada que acababa extinguiéndose sola. Sus manos debían de ser del tamaño de unos guantes de béisbol y, sin embargo, sostenían la araña con increíble delicadeza. La desarmó en dos segundos y volvió a montarla.

—Ahí está —dijo entre dientes—. Mucho mejor así.

La araña dio un saltito alegre en su palma, lanzó un hilo de metal al techo y se alejó balanceándose.

Hefesto nos dirigió una mirada torva.

—¿No los he construido yo, verdad?

—¿Eh? —dijo Annabeth ya parada junto a Rocío—. No, señor.

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