iv. Percy tiene galletas chamuscadas

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Estaban sobre un risco de los bosques de Connecticut. O al menos parecía Connecticut: o sea, montones de árboles, grandes casas y muros bajos de piedra. A sus pies se veía por un lado una autopista que cruzaba un barranco y, por el otro, el patio trasero de una finca enorme, aunque parecía más un terreno salvaje que un prado. La casa, blanca y de estilo colonial, era de dos pisos. Aunque tuviera la autopista al otro lado de la colina, daba la sensación de estar plantada en medio de la nada. Se veía luz en la ventana de la cocina. Bajo un manzano, había un columpio viejo y oxidado.

La Señorita O'Leary se tambaleó así que Percy se deslizo por su lomo y bajo. Ella soltó un bostezo descomunal, con todos los colmillos al aire (habría intimidado incluso a un tiranosaurio Rex), giró en redondo y se desmoronó con todo su peso, haciendo temblar el suelo.

Nico y Rocío aparecieron junto al hijo de Poseidón, como si las sombras se hubieran adensado hasta darles forma. Nico dio un traspié, pero se agarró de la semidiosa.

—Estoy bien —acertó a decir, restregándose los ojos.

—¿Cómo lo han hecho?

—Es sólo cuestión de práctica. Unos cuantos porrazos contra un muro, unos cuantos viajes improvisados a China...

—Yo visité el polo norte y no encontré a Santa Claus.

—Porque no existe —murmuró Nico.

—Y por eso no recibirás regalos este año.

—¡Dijiste que me darías la colección de figuras!

—Tendrás que esperar hasta tu cumpleaños para conseguirlas.

La Señorita O'Leary empezó a roncar. De no haber sido por el rugido del tráfico que subía de la autopista, seguro que habría despertado a todo el vecindario.

—¿Ustedes también se van echar una siesta? —le preguntó Percy a Nico y a Rocío.

El menor negó con la cabeza.

—Es una idea tentadora —susurró Rocío.

—La primera vez que viajé por las sombras estuve inconsciente una semana. Ahora sólo me deja un poco adormilado, aunque no puedo hacerlo más de una o dos veces por noche. La Señorita O'Leary no se moverá de aquí en un buen rato.

—Así que tenemos tiempo de sobra... Bueno, ¿y ahora qué?

—Ahora me siguen, tengo la llave de la casa —avisó Rocío comenzando a caminar.


* * *


En el sendero lateral había una hilera de esos animalitos de peluche que venden en las tiendas de regalos. Leones, cerditos, dragones e hidras en miniatura, e incluso un minotauro diminuto en pañales. A juzgar por su penoso estado, aquellos muñecos llevaban allí fuera mucho tiempo: al menos desde el deshielo de la última primavera. Entre los cuellos de una hidra había empezado a brotar un arbusto.

Por supuesto que Rocío se aprovecho y mando a volar de una patada a una pequeña hidra.

El porche estaba plagado de móviles de campanillas, y sus pedacitos relucientes de vidrio y metal tintineaban al viento. Las cintas de latón producían un murmullo como de gotas de agua y me recordaron que tenía que usar el baño. Percy no entendía cómo podía soportar la señora Castellan todo aquel ruido.

La puerta estaba pintada de color turquesa. Arriba aparecía el apellido en inglés —Castellan—, y debajo figuraba en griego: Dioikhthz jrouriou.

—¿Listos? —cuestionó Rocío sacando su llavero.

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