Entre tantos bares llenos de humo como hay en Buenos Aires, él tuvo que entrar a Rumi, la discoteca en el que yo trabajaba cinco noches a la semana sirviendo cervezas y asfixiándome con el humo rancio del tabaco. Un descuidado mechón de pelo negro le cayó sobre la frente al tiempo que dejaba un paquete de cigarros y un encendedor encima de la barra.
-Dame una Stella Artois -dijo con voz áspera-, y hazlo rápido. No tengo todo el día.
Siempre me han apasionado los tipos sombríos de mala disposición. Con una sola mirada supe que aquél era un hombre sombrío, y tan malo como una tormenta eléctrica.
-¿De lata o de botella? -le pregunté.
Encendió un cigarro y me miró a través de una nube de humo. Sus hermosos ojos azules se oscurecieron de pecado mientras bajaba la vista. Los extremos de su boca se curvaron formando una sonrisa cuando apreció la talla de mi sujetador.
-Botella -respondió.
Saqué la botella del congelador, la abrí y la hice deslizar sobre la barra.
-Ocho con treinta -dije.
Tomó la botella con una de sus manazas y se la llevó a los labios; no apartó su mirada de mí mientras bebía. Al dejar la botella de nuevo en la barra con un golpe, la espuma salió por la boca de cristal. Sentí que me temblaban las rodillas.
-¿Cómo te llamas? -preguntó mientras sacaba la billetera del bolsillo trasero de sus pantalones.
-Bomboncito -respondí-. Bomboncito de Miel.
Volvió a esbozar una sonrisa cuando me entregó el billete de diez pesos.
-¿Eres bailarina de strip-tease?
Lo tomé como un cumplido.
-Depende.
-¿Depende de qué?
Le entregué el vuelto y aproveché para rozar la palma de su mano con la punta de mis dedos. Un escalofrío se apoderó de mis muñecas y sonreí. Recorrí con la mirada sus fuertes brazos y su pecho hasta alcanzar sus anchos hombros. Todos los que me conocían sabían que seguía muy pocas reglas en lo que a hombres se refería. Me gustaban los tipos grandes y malos, aunque debían tener dientes y manos limpios. Eso era todo. Si bien los prefería un tanto pervertidos no era algo indispensable, pues con lo fantasiosa que era mi mente había suficiente para los dos. Desde niña, mis pensamientos habían tenido siempre el sexo como eje central. Mientras las muñecas Barbie de las otras niñas iban al colegio, la mía jugaba a los médicos. Juegos que discurrían más o menos de este modo: la doctora Barbie examinaba el "equipo" de Ken y después se acostaba con él hasta dejarlo en estado de coma.
Ahora, a mis veinticinco años, en lugar de dedicarme a ir al gimnasio o a la cocina como tantas mujeres, mi hobby eran los hombres, y los coleccionaba como si fueran suvenires. Tras observar los atractivos ojos azules de míster Mala Leche, comprobé los latidos de mi pulso cardiaco y el dolor entre mis muslos y me dije que también podía conseguirlo para mi colección. Sólo tenía que llevármelo a casa. O meterlo en el asiento trasero del auto, o hacer una visita al baño de mujeres.
-¿Qué te ha traído por aquí? -pregunté finalmente, apoyando los brazos sobre la barra y ofreciéndole una estupenda panorámica de mis perfectos pechos.
Sus ojos parecían ardientes y hambrientos cuando apartó la vista de mi escote. Entonces abrió su billetera y me mostró su placa.
-Estoy buscando a Eduardo Córdova. Me han dicho que lo conoces.
¡Qué suerte la mía!. Un policía.
-Sí, lo conozco.
Había salido una vez con él, si a lo que hicimos podía llamársele salir. La última vez que vi a Eddie fue en el baño de una discoteca, en estado comatoso. Tuve que pisarle la mano para que me soltara el tobillo.
-¿Sabes dónde puedo encontrarlo?
Se trataba de un ladrón de medio pelo y, lo que era aún peor, un pésimo amante, por lo que no sentí ni una pizca de remordimiento al responder:
-Supongo que sí.
Sí, le daría una mano a aquel hombre, y por el modo en que me miraba podía asegurar que él quería algo más que...
El teléfono que estaba junto a la computadora empezó a sonar. Mariana Espósito o Lali, como prefería ser llamada, apartó la mirada de la pantalla y de su próxima entrega de «La vida de Bomboncito de Miel».
-Maldita sea -gruñó. Pasó los dedos por debajo de sus lentes y se frotó los cansados ojos. Por entre los dedos miró la pantallita del teléfono para saber quién llamaba. Respondió.
-Lali -dijo el editor del Buenos Aires Times, Leonardo Castro, sin molestarse en decir hola-, Charlie Henderson va a hablar con los entrenadores y los directores deportivos esta noche. El trabajo es oficialmente tuyo.
Carlos Bowers, cuyo club figuraba dentro de los mejores de la argentina, era el presidente del equipo de rugby Alumni.
-¿Cuándo empiezo? -preguntó Lali poniéndose en pie. Cogió la taza de café y, al beber, dejó caer unas gotas sobre su pijama de franela vieja.
-El primero.
Comenzar el primero de enero le dejaba sólo dos semanas para prepararse. Dos días antes, Leonardo le había preguntado si estaba interesada en cubrir el puesto del cronista deportivo Jorge Domínguez, que estaba con descanso por un tratamiento médico contra un linfoma. El pronóstico para Jorge era bueno, pues no se trataba de un linfoma maligno, pero lo mantendría alejado del periódico y alguien tendría que cubrir la información referente a Alumni. Lali nunca habría soñado que sería ella.
Entre otras cosas, era columnista del Buenos Aires Times y gozaba de cierto nombre debido a su columna mensual «Soltera en la ciudad». No tenía ni idea de rugby.
-Saldrás de viaje con ellos el día 2 -prosiguió Leonardo-.Carlos quiere aclarar los detalles con los entrenadores, después te presentará al equipo, el lunes, antes de que salgan.
Cuando le ofrecieron ese trabajo, hacía de ello una semana, se había sentido sorprendida e incluso intrigada. Sin duda, el señor Bowers debería haber escogido a otro reportero deportivo para cubrir los partidos de su equipo. Pero para su asombro, la oferta de trabajo provenía directamente de él.
-¿Qué piensan los entrenadores? -Lali dejó la taza sobre el escritorio, junto a la agenda abierta.
Continuará...