¡Qué asco!
Peter sonrió y vio la hora. La fiesta estaba a punto de empezar.
Capítulo 38:
-Tengo que irme -dijo, pero no podía pedirle que se quedara sola-. ¿Por qué no te pones tu vestido nuevo y te vienes conmigo?
-¿A dónde?
-A una fiesta en el Hilton.
-¿Con gente mayor?
-No tan mayor. Será divertido.
-¿No tenías que irte ya?
-Te esperaré.
Ella se encogió de hombros.
-No sé...
-Dale. Habrá muchos periodistas, y tal vez saquen una foto tuya en el periódico luciendo bien guapa, y ese tipejo de Tomás tenga que darse una patada a sí mismo en el culo.
Alelí rió.
-Quieres decir trasero.
-Eso es. Trasero. -Él la empujó hasta el armario-. Mete tu trasero en el vestido -le dijo mientras salía de la habitación y cerraba la puerta. Cogió el saco del esmoquin y fue al salón a esperar. Como solían hacer todas las mujeres que conocía, se tomó su tiempo hasta estar lista.
Peter se acercó al amplio ventanal y contempló la ciudad. La lluvia había parado, pero las gotas resbalaban todavía por los cristales emborronando la imagen nocturna de Buenos Aires. Había elegido aquel departamento exclusivamente por la vista que tenía, y si iba a la cocina o a su dormitorio, al otro lado del departamento, podía salir al balcón, desde donde se tenía una perfecta panorámica de la zona.
Mirar a través de todas aquellas ventanas resultaba espectacular, pero Peter tenía que admitir que en aquel edificio nunca había llegado a sentirse en casa. Quizá se debía a la moderna arquitectura, o quizás a que nunca había vivido en un piso tan alto en una ciudad y eso lo hacía sentir, en cierto sentido, como si estuviera en un hotel. Si abría las ventanas o salía al balcón, el sonido del tráfico llegaba hasta la decimonovena planta, lo que también le recordaba un hotel. A pesar de que Buenos Aires, y todo lo que la ciudad podía ofrecer, estaba empezando a gustarle, a veces sentía una vaga sensación de nostalgia respecto a su hogar.
Cuando por fin Alelí salió de su habitación, llevaba un collar de diamantes de imitación y una coronita a juego que mantenía el pelo apartado de su cara. Su cabello era bonito, pero el vestido... el vestido no le quedaba nada bien. Era unas dos tallas más chico. El terciopelo negro apretaba demasiado el pecho y las mangas le llegaban hasta la mitad de brazo. A pesar de que Alelí solía usar polos grandes y buzos, sabía que no estaba rellenita. Pero en aquel vestido daba la impresión de ir embutida.
-¿Qué tal me queda? -preguntó girando ante él.
La costura que recorría la espalda del vestido se torcía hacia la izquierda en el trasero.
-Estás preciosa.
De los hombros hacia arriba, estaba muy guapa. Su sombra de ojos plateada, sin embargo, era un tanto extraña, reluciente como la escarcha qué él usaba en el colegio.
-¿De qué talla es ese vestido? -preguntó Peter y, por la reacción del Alelí, se dio cuenta inmediatamente de su error.
Sabía que no resultaba adecuado preguntarle a una mujer por la talla de su vestido. Pero Alelí no era una mujer. Era una muchacha y, además, era su hermana.
-¿Por qué?
Él le ayudó a ponerse el abrigo.
-Siempre llevas polos sueltos y pantalones, y no sé cuál es tu talla -improvisó.
-¡Ah!, es talla cero. ¿Puedes creer que entre en un talla cero?
-No. La cero no es ni siquiera una talla. Si eres talla cero, deberías engordar, tendrías que comer más papas al horno y carne. Acompañadas con algo de salsa.
Ella rió, pero él no estaba bromeando.
El trayecto hasta el Hilton no fue pesado, pero cuando Peter le entregó las llaves de la camioneta al valet parking, notó que llegaban con más de una hora de retraso. El restaurante se alzaba a treinta metros de altura dentro de la estructura de la torre. Ofrecía una visión panorámica de Puerto Madero, y Peter y Alelí llegaron justo cuando la cosa empezaba a animarse. Al salir del ascensor, un muro de ruido, formado por la combinación de centenares de voces, el golpeteo de los platos y el trío de músicos fue a su encuentro. Un mar de esmóquines negros y brillantes vestidos fluía dentro de aquella estancia a media luz. Peter ya había asistido a eventos similares. No en aquel lugar, no en una ocasión tan especial, pero sí a centenares de fiestas desde que empezó a jugar al rugby.
Cuando Peter fue a dejar el abrigo de Alelí en el guardarropa, se encontró con Agustín, Victorio y Augusto Tomaselli y se les presentó a su hermana. Le hicieron preguntas sobre el colegio, y cuanto más le hablaban, más se ocultaba ella detrás de Peter, hasta que sólo medio cuerpo quedó visible. Peter no sabía si se sentía intimidada o sólo era cuestión de vergüenza.
-¿Has visto a Tiburoncito? -preguntó Victorio.
-¿A Lali? No, no la he visto. ¿Por qué? -Hizo una pausa y preguntó-: ¿Dónde está?
Vico estiró uno de los dedos con los que sujetaba su copa y señaló hacia una mujer que se encontraba a unos cuantos metros de distancia, de espaldas a Peter. Le caían unos cortos rizos oscuros por la nuca. Llevaba un vestido con la espalda descubierta y sin mangas, de un rojo profundo, y una fina cadena de oro pendía entre sus omoplatos, atrayendo la luz y lanzando reflejos dorados por su blanca piel. El vestido se ceñía a sus caderas y a su trasero y caía hasta las pantorrillas. Calzaba un par de zapatos rojos con un taco de unos ocho centímetros. Estaba hablando con otras dos mujeres. Reconoció a una de ellas, ya que se trataba de Malena, la esposa de Manuel Terradas. La última vez que la había visto, en septiembre, lucía un embarazo de nueve meses. La otra mujer le resultaba vagamente familiar, y se preguntó si no la había visto en algún ejemplar de Playboy. Ninguna de aquellas mujeres parecía Lali.
Continuará...