-No lo creo, Lali.
-Te amo.
Capítulo 75:
Sus palabras fueron como otro puñal que se clavó en su espalda, y la rabia que había estado conteniendo seguro de poder controlarla, estalló finalmente.
-Entonces prefiero no saber lo que eres capaz de hacerle a la gente que no quieres. -Abrió la puerta-. Aléjate de mí, y aléjate de mi hermana.
Salió al pasillo. La elaborada cenefa de la alfombra se hizo borrosa. Lali, su Lali, era Bomboncito de Miel. Tendría que pasar un tiempo hasta que pudiera asimilarlo.
Caminó hasta su habitación y apoyó la espalda en la puerta cerrada. Durante mucho tiempo había creído que Lali era una mojigata, y resultaba que escribía historias pornográficas y sabía más de sexo que él. Habían compartido muchos momentos, había confiado en ella, y Lali se los había pasado tomando notas.
Le había dicho que lo amaba. No había creído sus palabras ni un solo segundo. Lo había usado para escribir su historia pornográfica. Sabía cómo le caería a él, pero lo había hecho igualmente. Él se había tomado la molestia de no hacerla sentir como una mujer más, y sin embargo... ¿Quién era Bomboncito de Miel? ¿Una ninfómana?
¿Era Lali una ninfómana? No. ¿O sí? No lo sabía. No sabía nada de ella.
Lo único que sabía era que lo había hecho quedar como un tonto.
Se había comportado como una estúpida. Varias veces. En primer lugar, enamorándose de Peter, incluso sabiendo que él iba a romperle el corazón. Después, por mirarlo a la cara y confesarle que ella era Bomboncito de Miel. Él no lo sabía, y cabía la posibilidad de que nunca se enterara.
Pero ella lo sabía, y eso le quemaba como un té ardiente justo debajo del esternón. A fin de cuentas, se lo había dicho para que no se sintiera tan mal. Estaba tan fuera de sí pensando que alguien los había espiado... y Lali sabía quién había sido. Ella. Y se lo dijo para aliviar también su propia conciencia. Así pues, ¿por qué no se sentía mejor?
Lali tiró su maletín al suelo y se echó a llorar. Había pasado casi siete horas entre taxis, aeropuertos y aviones intentando regresar a casa. Intentando que las cosas no se le fueran de las manos. Pero ya no podía más. El dolor que sentía ante la pérdida de Peter era demasiado profundo. Sabía que perderlo le dolería, pero nunca imaginó la medida que iba a alcanzar ese dolor.
La luz de la luna atravesaba la ventana del pequeño dormitorio de su departamento, y cerró la cortina. Se ocultaba en la oscuridad. Había tomado el primer vuelo aquella misma tarde. Hizo escala en Mendoza, donde tuvo que esperar dos horas para seguir a Buenos Aires. Estaba sufriendo un hundimiento físico y emocional. Debía marcharse. No tenía alternativa. No podría haber entrado en el vestuario la noche siguiente y ver la cara de Peter. Se habría desmoronado. Justo allí, frente a todo el mundo.
Antes de irse, llamó a Felipe y le dijo que tenía que resolver un problema familiar. La necesitaban en casa, y volvería a cubrir las notas para el equipo cuando regresaran a Buenos Aires. A pesar de que no tenía por qué hacerlo, Felipe la ayudó a conseguir el boleto de avión, y ella se dio cuenta de que era algo más que un experto en chanchullos. Debajo de aquellos trajes de mil dólares y aquellas horribles corbatas latía un corazón. Tal vez incluso fuera un buen novio para Candela.
También llamó a Mauro Talarico, quien no se mostró tan comprensivo como Felipe. Le preguntó acerca de la urgencia familiar y ella se vio forzada a mentir. Le dijo que su padre había sufrido un ataque cardiaco. En realidad, era su propio corazón el que se había roto.
Se acostó en la cama y cerró los ojos. No podía dejar de pensar en Peter, o de recordar su cara cuando ella entró en el bar del hotel. Parecía atónito, como si alguien le hubiera lanzado un ladrillo a la cabeza. Podía recordar cada pequeño detalle. Lo peor había sido su interés por ella. Y cuando finalmente aceptó que ella era Bomboncito de Miel, su interés se había convertido en desprecio. En ese momento supo que lo había perdido para siempre.
Lali se puso de lado y cogió la almohada que tenía más cerca. Peter había sido la última persona en utilizar aquella almohada. Acarició la suave tela de algodón, después se la acercó a la nariz. Casi pudo sentir su perfume.
La culpa y la ira se mezclaron con el dolor en su interior, y se arrepintió de haberle dicho que lo amaba. Ojalá que él no lo supiera. En gran medida, deseaba que le importase. Pero no había sido así.
«Entonces prefiero no saber lo que eres capaz de hacerle a la gente que no quieres», había dicho.
Lanzó la almohada a un lado, se sentó en la cama y se enjugó las lágrimas. Se puso un polo grande, después fue a la cocina. Abrió la refrigeradora y miró dentro. Había pasado bastante tiempo desde la última vez que la limpió. Cogió una vieja lata de encurtidos y la puso en la encimera. Encontró un pote de mostaza vacío y un litro y medio de leche vencido y los puso junto a la lata de encurtidos. Le dolía el pecho y su cabeza parecía rellena de algodón. Le habría gustado dormirse hasta que el dolor desapareciera, pero aunque eso hubiera sido posible, tendría que volver a afrontarlo al despertar.
Continuará...