Siena tenía que reconocer que había sido un gran día de caza. Ya estaban de vuelta cargando uno de los camiones; repartirían la caza en uno y la fruta, verduras y legumbres en otro. Habían conseguido un par de especímenes macho de ciervo bastante grandes y habían pasado la tarde preparándolos para congelarlos en el camión. Estaba exhausta, pero a la vez llena de energía por la adrenalina.
Aún les quedaban un rato para partir hacia la siguiente granja donde cenarían y dormirían. Después de cuatro horas en las que, tanto cazadores como labriegos, habían estado bregando con los ciervos, todos se sentaron junto a una hoguera donde bebieron el exquisito vino de la zona. Debía reconocer que, aunque estaba más acostumbrada a la cerveza, le estaba cogiendo el gusto al vino.
Pensando en la mañana de caza, le volvían las intensas sensaciones. Rememoró el picor de ojos hasta que se acostumbró a la luz del sol lo suficiente para que no le llorasen, así como el calor que hacía que llevase ropa corta y fresca y todo ese verdor que la había rodeado. Era una zona salvaje donde no eran los únicos depredadores. No solo debían llevar los ojos abiertos para conseguir a su presa, sino para evitar ser cazados mientras tanto. En un punto del camino se habían separado, adentrándose en la espesura, quedándose cada uno solo, pero cerca del resto, cercando a las presas. Tras conseguir su grupo la ansiada pieza, les había dejado solos para que la llevasen de vuelta. No estaban lejos de la Tundra. Quería quedarse sola, como hacía siempre, para acercarse a un estanque cercano de aguas cristalinas. Era muy peligroso ir sola, pero necesitaba esos momentos a solas. Había dejado el rifle sobre una roca, se había quitado la ropa y, cuchillo en mano, se había metido en el agua para nadar. Nunca había necesitado el cuchillo, pero lo llevaba consigo por si al salir del agua no se encontraba sola. Los lobos abundaban en la zona, así como los perros salvajes. Ambas especies en constante lucha por el territorio.
Debía agradecer a su padre que la hubiese llevado a ese sitio y que la enseñase a nadar. Casi nadie sabía nadar puesto que no era necesario cuando vives en tierra y no tienes ni un charco cerca. Solo nadaba en las pequeñas charcas que su padre le había indicado como seguras y nunca, bajo ningún concepto, en el mar. Los tiburones habían conseguido llegar a un número preocupante y se les había visto cazar demasiado cerca de la costa.
La charca a la que había ido era amplia y tenía una cascada de agua fresca. Había buceado admirando el fondo y los pequeños peces y culebras que había. Había salido, unos minutos después, con un sentimiento de libertad y la sensación de no tener ninguna carga y se había vestido sin esperar a secarse. Había sido consciente de que la fina camiseta se había pegado en exceso a su piel y no dejaba nada a la imaginación cuando, al regresar a la casa, todos habían apartado la mirada y casi le dieron la espalda. Todos salvo Arno. Le vio que abría la boca al mirarla, aunque después había dirigido la mirada a los demás viendo sus reacciones. Había fruncido el ceño y agarrado su camisa, tirada sobre una silla, y se había acercado a ella cambiando su gesto por una sonrisa.
— Siena, querida —le había dicho mientras le colocaba la camisa sobre los hombros—. Creo que se te ha olvidado que por esta zona refresca, aunque no sea el frío de casa. No deberías ir mojada o enfermarás.
Le había pasado un brazo sobre los hombros y se había alejado con ella hasta estar dentro de la casa, donde habían dejado sus maletas, mientras ella agarraba la camisa con fuerza y se tapaba con ella. Se había sentido un tanto avergonzada y reconocía que no era por el hecho de que la camiseta mojada fuese transparente, si no por el hecho de que sabía que no había mucho que mirar. No había desarrollado un cuerpo con curvas femeninas y eso siempre le había acomplejado. Veía como el resto de las mujeres iban teniendo pechos y caderas mientras ella parecía tener el cuerpo de una infante.
— Lo siento, normalmente me tomo tiempo para secarme al sol, pero iba tarde y no pensé con claridad —le había dicho Siena sentándose y tapándose la cara con las manos—. Gracias por tu ayuda.
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La Profecía Incumplida I
Bilim KurguPrimer libro de la trilogía "La Profecía Incumplida". Dos civilizaciones supervivientes luchando por evitar que la especie humana se extinga. Dos reinos obligados a entenderse para sobrevivir, tan diferentes como la noche y el día eternos en el que...