Capítulo 11

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Estaban en la última granja del recorrido. La última parada antes de volver a casa con el cargamento. Siena no paraba de maldecirse por no haber sido capaz aún de hablar con Arno sobre lo ocurrido hacía ya varios días. Si bien era cierto que habían tenido que hablar y acercarse por motivos laborales, no habían vuelto a cruzar palabra de forma más personal. Notaba entre ellos una tensión que tan solo unas semanas antes no habría existido y que ahora le resultaba molesta.

Se alejó de la pequeña granja por un camino hacia el oeste, rumbo a la Zona Neutral. Atravesó el amplio terreno sembrado de invernaderos donde se cultivaban diferentes tipos de árboles frutales hasta llegar al comienzo del bosque. Tampoco ahí se paró. Caminó paralela a la linde del Trópico con los huertos de la Tundra en dirección sur, hacia la Zona No Habitable. Unas horas después, al llegar a lo alto de una pequeña colina, se detuvo mirando hacia la casita que había en el fondo del pequeño valle. Era una casa pequeña y humilde, hecha de ladrillo y madera. La chimenea echaba humo, aunque dudaba que su único habitante tuviese frío, así que suponía que estaría cocinando la cena.

Se quedó parada un rato, observando la casita y esperando poder ver desde la lejanía a la persona que la habitaba salir en algún momento. Nadie podía vivir más allá de la linde de la Tundra, dentro del Trópico. Nadie, salvo ella.

— Sabía que te encontraría aquí —dijo Arno a sus espaldas.

— ¿Cómo lo sabías? —preguntó Siena cuando él dio un par de pasos más y se situó junto a ella, observando también la casita en el valle.

— Hace un año, aproximadamente, me fijé que te alejabas por el camino y te seguí —sonrió a modo de disculpa por la intromisión—. Normalmente, te alejas después de cazar para darte un baño, pero aquí no cazamos, solo recolectamos. Tuve curiosidad por saber dónde ibas ya que siempre te veía coger el mismo camino. Ese día te seguí y, en un par de ocasiones más, te seguí de nuevo. Siempre venías aquí.

— Ya veo —de nuevo no sabía que contestarle.

— No te diré que no vengas, entiendo tus motivos de acercarte, a pesar de que lo tengamos prohibido —dijo Arno mostrando una inesperada lealtad hacia ella. Se quedó apoyado contra un árbol cercano, mirando la casita durante un rato hasta que volvió de nuevo la vista hacia ella— ¿No vas a entrar?

— Tú mismo lo has dicho antes: tenemos prohibido venir aquí. Más aún entrar —contestó Siena susurrando.

— ¿Nunca has entrado?

— Nunca —sentenció ella.

— Eso es sorprendente en ti. No eres amante de cumplir las normas, solo las que te convienen. ¿Entonces, no la conoces? —preguntó sorprendido y, en este caso, sin creerla.

— No la conozco. Solo la he visto en alguna ocasión desde aquí —respondió ella encogiéndose de hombros y comenzando a caminar de vuelta a la granja.

— Baja al valle —exclamó Arno a sus espaldas haciendo que ella frenase su paso y se girase de nuevo para mirarle, interrogante—. Yo nunca he contado a nadie que venías y pensaba que estabas con ella. No diré nada si quieres ir y conocerla.

— No creo que sea buena idea, Arno —dijo Siena dubitativa.

— Siempre vuelves aquí. Siempre. Eso quiere decir que algo en ti te hace venir una y otra vez. Tu cabeza te obliga a cumplir una norma que ni tú ni yo entendemos, pero tu corazón te trae de nuevo cada vez que venimos —Arno levantó el brazo en dirección a la casita— ¡Ve!

Siena se limitó a asentir con semblante serio mientras veía como él se sentaba sobre una gran roca con intención de esperarla. Bajó lentamente hasta el valle, hasta detenerse frente a la puerta entornada. Nunca había estado tan cerca de ella. Arno tenía toda la razón, para ser una chica que solía saltarse las normas, nunca se había saltado esta. Se había limitado a mirar desde lejos con tanto anhelo como temor. Empujó con cautela la puerta de madera sin traspasar el umbral hasta que vio junto a la chimenea la figura de una mujer agachada, avivando el fuego. La habitación era espartana, no había ni un solo lujo, dato que le sorprendió siendo ella quien era. O, más bien, siendo ella quien había sido antaño. La mujer se dio la vuelta y se fijó en ella, dibujando una expresión de absoluta sorpresa en un rostro poco marcado por los años que en realidad tenía. Llevaba el pelo corto que aún era casi rubio, con pocas vetas blancas. Y sus ojos, de ese azul tan intenso que caracterizaba a los habitantes del Reino de la Noche, ahora la miraban con curiosidad.

La Profecía Incumplida I Donde viven las historias. Descúbrelo ahora