Capítulo 37.2

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Mientras, ellos habían encontrado refugio en la religión de sus padres y abuelos y la respuesta de su Dios no se había hecho esperar. La profecía era una clara demostración de que seguía ahí, cuidando de ellos y que les daba las pautas y la promesa de que la situación tendría solución algún día. Quizá cuando ellos hubiesen aprendido la lección que les dejó el pasado y fuesen capaces de vivir en armonía ambas civilizaciones. Por eso era tan importante esa unión de reinos. Pero eso ya lo verían cuando se produjera ese enlace, cuando comenzasen a mezclarse entre ellos y a fundir su cultura, cuando pudiesen encontrar juntos el camino para devolverle a la Tierra su antiguo esplendor.

En ese momento, la Reina se dio la vuelta para mirar hacia el mar, dándoles la espalda. Vio cómo la magnífica capa de oso blanco caía alrededor de sus pies desnudos. Uriel quedó petrificado al contemplar la figura de aquella mujer, totalmente desnuda sobre la nieve, alzando los brazos a los lados, con la cabeza hacia atrás, haciendo que las puntas de su largo cabello taparan ese perfecto trasero. Escuchó cómo su padre y su hermano contenían el aliento, posiblemente lo mismo que había hecho él sin darse cuenta. Era simplemente perfecta. No encontraba otra palabra para describir la belleza que contemplaba.

— Estamos esta noche aquí, Madre, para darte las gracias por todos los dones que nos ofreces, por la comida, los animales, el aire y la estabilidad —continuó Loira sin hacer amagos de taparse o sin mostrar ni un solo síntoma de sentir el frío sobre su piel desnuda—. Nos permites sobrevivir en tu mundo y te estamos agradecidos. Me presento ante ti desnuda, sin tapujos, mostrándome ante ti tal cual soy. Vengo en representación de todo mi reino, de cada ciudadano y de mí misma para pedirte que sigas manteniéndonos a salvo y favoreciendo nuestra continuidad y supervivencia. Me presento ante ti sin nada porque sin ti no somos nada. En mi propio nombre te doy las gracias por toda la gente que me ayudó y por guiarles para salvarme la vida. Todos venimos de ti, vivimos gracias a ti y morimos por ti.

— Ayúdanos, Madre, que nosotros te ayudaremos —respondieron todos los presentes al unísono. Uriel recordaba esa última plegaria del funeral del marido de la reina Adda. Era increíblemente curioso cómo ellos se declaraban ateos cuando veneraban a la Tierra cuan deidad e incluso tenían sus propias letanías de agradecimiento y protección. No tenían nada de ateos por mucho que ellos insistieran. Lo que habían demostrado los siglos y civilizaciones era que el ser humano necesitaba creer en algo y en esos momentos, ahí parado, escuchando cómo agradecían a la Madre Tierra su cuidado, tenía otro ejemplo más de cómo necesitaban creer que había algo más, un ser superior, aunque lo disfrazaran de no creencia.

Sin decir nada más, Elster y Siena se acercaron a la Reina, recogieron la capa del suelo y se la volvieron a colocar sobre los hombros para que ella pudiera cerrarla por delante antes de darse la vuelta de nuevo y sonreír a los presentes. Volvió a recorrer el pasillo de antorchas y regresó a palacio en lo que aún era un silencio total de los asistentes. Uriel tenía la sensación de que su pueblo no solo la quería y respetaba, sino que parecía venerarla igual que a la propia deidad a la que llamaban Madre. Lo que sí tenía bien claro era que había merecido la pena asistir a los eventos, aunque solo fuese por verla ahí, desnuda, en medio de la nieve, con la luz justa para ver su silueta, pero sin poder apreciar bien los detalles de su cuerpo. Al menos él, pues sabía que los miembros de la Noche disponían de una vista en la oscuridad muy desarrollada a lo largo de los últimos siglos.

Caminaron hasta el comedor de palacio junto a los demás hasta que les indicaron dónde sentarse en una larga mesa. Era un salón inmenso que recordaba de ocasiones pasadas, donde hacían todas las comidas los residentes en palacio y donde celebraban los festejos. No tardó en aparecer de nuevo la Reina, en este caso ya vestida con un precioso vestido azul cielo con algunas incrustaciones de perlas en los hombros. Iba en contraposición con el vestido más sobrio de Siena, que iba cerrado al cuello, mientras el de la hermana llevaba un escote en uve que dejaba intuir sus pechos. No podía dejar de mirarla, debía reconocerlo. No era muy asiduo a la Noche y la vez anterior no se fijó en exceso en ella, pero debía concederle que era preciosa, con un cuerpo perfecto y unas facciones dulces, aunque sabía que ese cuerpo para el pecado escondía una voluntad férrea y un carácter duro.

La Profecía Incumplida I Donde viven las historias. Descúbrelo ahora