Capítulo 47

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Siena había pasado un buen día al final. Alyssa la siguió cuando se levantó de las escaleras y le dio alcance unos minutos después. Le concedió algo de tiempo y espacio para que se serenase y, cuando vio que ella se paraba y se daba la vuelta para regresar, fue cuando se acercó. Accedió a hablar con su padre y sus hermanos al respecto, les concedería el beneficio de la duda y pondría sus cinco sentidos para dilucidar si la engañaban o si eran sinceros.

Alyssa la distrajo llevándola a conocer la pequeña población donde vivían los habitantes de El Santuario y donde se encontraba la estación de tren. No había podido verla bien al llegar, inmersa en su conversación con Trevor y pendiente de tantas caras que no le quitaban la vista de encima. Sin embargo, parecía que una vez que la habían visto ya no captaba su atención y comenzaban a ignorarla. Eso le permitió caminar sin sentirse extranjera, viendo todo y hablando con la gente de la zona. Un grupo de ancianas muy amables incluso le enseñaron a hacer mermelada mientras la iban fabricando en un inmenso caldero sobre el fuego. No fue hasta última hora del día que su guía no le indicó que debían regresar a la estación para coger el último tren. Sí, se había dado cuenta de que la afluencia de gente era cada vez menor, pero no se había parado a pensar que se debía a que ya se iban marchando en los trenes camino a sus respectivas ciudades y hogares. Aún se le hacía extraño pensar en la idea de varias poblaciones dentro de un mismo reino.

Sintió como Alyssa la cogía del brazo para desviarla del camino y alejarse de unas casas. No supo lo que ocurría hasta que vio sentado en un peldaño a un hombre con las ropas raídas y la mano extendida.

— Pide comida. Ignórale —dijo Alyssa alejándola del hombre.

— ¿Cómo es posible que no tenga comida cuando sois un reino tan productivo? —preguntó extrañada.

— El sustento hay que ganárselo y ese hombre no lo hace. Mientras vamos creciendo se nos muestra toda serie de disciplinas para que probemos suerte con ellas y escojamos aquélla en la que tengamos facilidad o nos guste más. De esa forma encontramos nuestra ocupación y somos productivos para la familia, para la ciudad y para el Reino en general. Sin embargo, siempre hay algunas manzanas podridas que no quieren contribuir —explicó ella con desprecio—. Ese hombre en concreto tiene varios dones que se niega a desarrollar. No quiere trabajar y producir, prefiere mendigar y que otros trabajen por él para darle las cosas hechas. Eso no se permite en el Sol, todos tenemos que tirar del carro por igual. No nos gustan los aprovechados. Su familia comparte con ellos su pan hasta que se cansan y son ellos mismos quienes los echan de casa, al no aportar durante mucho tiempo ni ver interés en hacerlo. A partir de ese momento viven de la caridad de los demás, que es más bien poca. En cualquier momento pueden cambiar puesto que somos pocos y conocemos los talentos de los demás. Si quisiera podría estar trabajando y ganando su propio sustento. Si no lo hace es porque no valora tanto el comer como el vaguear.

— Ya veo. Es asombroso. En nuestro Reino nadie hace el vago. Si no encuentra ocupación se le busca una y, si no quiere trabajar, se le obliga a hacerlo. No se permite que nadie esté mendigando u ocioso. No se pueden mantener bocas de más que no producen. Solo las de niños, enfermos y ancianos. Si no entras en ese rango debes contribuir, si no se te expulsará para que te busques la vida por ti mismo. Y que te echen de la ciudad implica la muerte segura. Así pues, todos trabajan —explicó Siena. No veía mal su forma de hacer las cosas en el Sol, era más benevolente que la suya. Aunque también veía inútil malgastar hasta la más mínima migaja en un inútil. Las mujeres al menos valían para tener descendencia, pero un hombre... un hombre que no producía valía menos que un mueble; mantenerlo, aunque fuese a base de limosnas, le parecía tirar comida. Ella valoraba al género masculino siempre y cuando estuviese a la altura. Urai era bibliotecario y muy inteligente, lo que le convertía en un hombre muy útil. Arno era buen cazador y un portento físico, sabía seguir órdenes y se esforzaba al máximo en su trabajo, lo que también le convertía en un hombre útil. También odiaba a las mujeres que no ponían todo su empeño en desarrollarse como ciudadanas y trabajadoras, aunque ellas siempre poseerían el don más preciado para todos: tener hijos. Eso ya las hacía mil veces más útiles que los varones. Aun así, les valoraban acorde a sus aportaciones y les respetaban de acuerdo con sus conocimientos y contribuciones, igual que a cualquier mujer.

La Profecía Incumplida I Donde viven las historias. Descúbrelo ahora