Capítulo 42.1

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El todoterreno marrón avanzaba camino a algún lugar en medio de un desierto que parecía no tener fin. Siena estaba terriblemente cansada después de tantas horas de viaje. Habían salido temprano, poco después de desayunar. Acorde a las indicaciones de los que iban a ser sus anfitriones durante los próximos días, no llevaba equipaje. Al parecer ellos le facilitarían todo lo que necesitase durante su visita. Se sentía algo incómoda ante eso, pero reconocía que le había venido muy bien la oferta ya que no tenía mucha ropa que poder llevarse para el calor.

Urai se había despedido con un estrecho y cándido abrazo mientras que Loira le había deseado suerte al oído cuando le dio un frío beso en la mejilla. Aunque eso ya era más que lo que había dedicado su hermana a los extranjeros a los que se había limitado a estrechar la mano los segundos justos para no parecer que los echaba. Debía reconocer que no se lo habían tomado a mal ya que no habían hecho ningún comentario al respecto, pero sí se habían percatado del detalle, mirándose unos a otros con intención.

Partieron esa mañana en noche cerrada, pero para cuando llegaron a la frontera en la Zona Neutral el sol ya le picaba en los ojos. Por suerte ya les estaban esperando sus propios vehículos y solo tuvieron que hacer un cambio de maletas. En ese momento el ser consciente de que su tía, que los había llevado hasta allí, y Trevor tenían un lío le resultaba incómodo, sobre todo cuando se quedaron rezagados fuera de la vista. Si no les hubiese pillado unas noches antes juntos no se habría percatado ahora de ese detalle. Siempre había escuchado que el conocimiento era poder, sin embargo, no podía evitar sentir que ese secreto era un peso sobre sus hombros.

Le dejaron entrar en la cabaña para cambiarse de ropa y ponerse la única muda para el calor que había llevado, contando con que al llegar le darían ellos lo necesario. Al subir al coche la miraron curiosos al observar sus piernas firmes y torneadas por el deporte a la vista, bajo un pantalón corto verde oscuro, una camiseta de tirantes verde claro y unas botas de montaña marrones. Ignoró las miradas de sorpresa ante el cambio de la gama de colores y la piel que esta ropa dejaba ver. Sin decir nada se limitaron a sonreír fugazmente y comenzaron a hablar de sus cosas. Dio gracias a la Madre porque su todoterreno tuviese los cristales inteligentemente tintados y porque le dieran unas gafas de sol bien opacas que le permitían ver claramente, pero protegiendo sus delicados ojos claros de la intensa luz solar.

Se limitó a ignorarles y mirar por la ventanilla cómo iban dejando atrás el verde del bosque para dar paso al tono pajizo de los cereales sembrados y multitud de invernaderos como los que ellos tenían en la Tundra. Supuso que, al igual que en la Noche se usaban para proteger del frío, de la lluvia y dar calor a las plantas, en el Sol los usarían para que no se les abrasaran por el sol y proteger las cosechas de tormentas de arena. No tardaron en dejar incluso eso atrás, dando paso a un paraje desolado de pura arena, calor y sol. Se dio cuenta de que ella transpiraba y le costaba un poco respirar mientras ellos no parecían sentir el bochorno dentro del vehículo.

— Tienes que relajarte, en un rato te irás acostumbrando al calor y respirarás mejor — aconsejó Gabriel que la miraba preocupado—. Llevamos puesto el aire frío, pero no debemos subirlo más para que vayas acostumbrándote al calor porque si no, al salir, te vas a caer redonda con el golpe de calor.

— De acuerdo —jadeó ella con intenciones de seguir el consejo.

Ahora entendía por qué no le habían ido explicando nada aún, estaban dándola tiempo para que fuese aclimatándose sin apabullarla con datos en los que no podría centrarse en ese momento. Miró el indicador de temperatura exterior del coche que ya marcaba treinta y cinco grados centígrados mientras que el termostato de temperatura dentro del coche marcaba veintiocho grados. La temperatura interior era levemente superior que la que solía tener el Trópico con la salvedad de que no podía bañarse, no podía irse a la Tundra para rebajar la temperatura y que llevaba soportando ese nivel desde que se montó en el coche hacía ocho horas. Lo que antes era soportable ahora se le estaba haciendo cuesta arriba. Habían parado en una ocasión para estirar las piernas antes de salir del bosque de la Zona Neutral. Desde entonces no habían vuelto a parar y no sabía cómo sería bajarse y enfrentarse a los cuarenta grados que tenían.

La Profecía Incumplida I Donde viven las historias. Descúbrelo ahora