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Feli caminaba a paso ligero por las calles de su barrio, con una sonrisa que no podía contener. El viento frío del invierno apenas la afectaba; su corazón estaba demasiado cálido, demasiado lleno de alegría para notar cualquier incomodidad. Por fin, después de tantos años de tensiones y discusiones, sus padres lo habían aceptado. Habían aceptado que a su hija le gustaban las mujeres y que no había nada malo en ello. Esa era una victoria que Feli llevaba esperando desde la adolescencia.
Todo lo que quería en ese momento era compartir esa noticia con su mejor amiga, Victoria. Feli recordaba cómo Victoria siempre la había apoyado, cómo le había brindado consuelo cuando más lo necesitaba. Si alguien merecía escuchar primero esa noticia, era Victoria. Y más allá de eso, Feli tenía una razón especial para estar ansiosa de verla. Los últimos meses habían sido algo tensos entre ambas, pero Feli estaba segura de que este momento traería de vuelta la cercanía que tanto extrañaba.
Tocó el timbre de la casa de Victoria, ansiosa, casi saltando de la emoción. No podía esperar a ver la reacción de su amiga.
—¡Vic! —gritó cuando la puerta se abrió—. ¡Lo hicieron, mis viejos finalmente lo aceptaron! ¡Mis papás aceptaron que me gusten las mujeres!
Victoria estaba en el umbral de la puerta, con una expresión que no coincidía en absoluto con la energía vibrante de Feli. Tenía los brazos cruzados y su rostro mostraba una tensión que Feli no entendía. La emoción de Feli comenzó a desvanecerse lentamente al notar la frialdad en la mirada de su amiga.
—¿Qué pasa? —preguntó Feli, con una risa nerviosa, tratando de suavizar el ambiente.
Victoria bajó la mirada al suelo, respirando hondo antes de hablar.
—Tenemos que hablar, Feli —dijo con un tono apagado, que hizo que Feli se detuviera en seco.
Un nudo se formó en el estómago de Feli, una sensación de vacío que no había sentido en mucho tiempo.
—¿Qué pasa? —repitió, esta vez con menos seguridad en la voz.
Victoria cerró la puerta detrás de ella y dio un paso hacia Feli, sin atreverse a mirarla directamente a los ojos.
—No puedo seguir siendo tu amiga —dijo finalmente, soltando las palabras de golpe, como si al decirlas rápidamente pudieran doler menos.
El mundo de Feli pareció detenerse por un segundo.