Capítulo 1. Una noche juntos

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Parte 1
Ana subió a su cuarto después de que el festejo de Año Nuevo terminara. El mundo a su alrededor le parecía irreal; el baile y el beso la habían dejado totalmente anonada. No era mas que el efecto de sus labios en contacto con los de él, que siempre sabían desarmarla. Y esa noche, mucho más.

Por supuesto, lo había besado varias veces a través de las últimas semanas. Su reconciliación y la consiguiente relación a escondidas les había dado esa oportunidad; sin embargo, nada se comparaba a aquel último. Igual, habían bailado en otras ocasiones, pero... No así.

Caminaba por el pasillo, repitiendo la escena una, y otra, y otra vez. Su mirada, en conjunto con la forma en que la tomaba de la cintura, simplemente, la habían dejado indefensa. Además, el pequeño tropiezo que tuvo con el vestido le valió a Fernando un medio para poder acercarla más a él. El pelinegro había desarrollado un sentido de oportunidad sorprendente, y mientras entraba a su recámara, Ana se admitió a sí misma que el gesto la había tomado muy por sorpresa. No tuvo tiempo ni de procesar la situación: apenas había sentido el apretón de sus brazos, cuando él ya estaba en la búsqueda de sus labios. ¿Su reacción? La única que su mente le permitió llevar a cabo: colocar una mano en su hombro, casi por instinto, y por supuesto, devolverle el beso.

Llevaba unos cinco minutos de pie, aún pensando, cuando Dieguito empezó a llorar. El ruido la sacó de su ensimismamiento, haciéndola sonreír, y apartó de momento a su apuesto padre de la mente para dirigirse a la cuna.

– ¿Qué le pasa a mi bebé hermoso? –le preguntó, con voz tierna. Tomó al niño entre sus brazos y comenzó a arrullarlo, observándolo aún con una sonrisa. ¿Cómo era posible que Isabela lo desaprovechara así? El niño, aparte de ser tan tranquilo y tierno, era su hijo. En su lugar, Ana no se despegaría de él ni un segundo, e incluso, prácticamente era lo que hacía. El bebé obtenía casi toda su atención; por lo mismo, no alcanzaba a formular una respuesta lógica a aquel cuestionamiento.

Dieguito se acurrucó en su pecho y bostezó, comenzando a cerrar los ojitos. La castaña prefirió sentarse para terminar de dormirlo, y se quedó en el borde de la cama unos minutos.

– ¿Quieres que te ayude, mi niña? –preguntó una voz desde la puerta. Ana levantó la vista y vio a su madre en el umbral, recargada.

–No, gracias mamá –Le sonrió –Puedo con el pequeño hombrecito hoy. No te preocupes.

–Pero te ves bastante cansada –. Soledad se adentró a la recámara y se puso frente a ella –Anda, dámelo y yo lo cuido esta noche. Necesitas descansar y recuperar energías. Últimamente te has desgastado muchísimo y te puede hacer daño –replicó, con un tono que indicaba que el tema no estaba a discusión.

–En verdad, no es necesario...

-Mira que ni siquiera te has cambiado –la interrumpió –De verdad hija, es por tu bien. Si no, no podré dormir tranquila.

Ana volteó los ojos, negando. Sin duda, de ella había heredado su terquedad. No obstante, aunque al principio no quisiera ceder, la oferta no sonaba tan mal; realmente se sentía cansada, y si lo meditaba bien, el descanso no le haría daño.

–Pero lo voy a extrañar –objetó en voz alta, como si se contradijera a sus propios pensamientos. Bajó la vista al sentir cómo el bebé se removía en sus brazos, y se dio cuenta del trabajo que le costaba dejarlo la mayoría del tiempo. Lo quería como propio.

–Sí, mi amor, pero tú tienes que despegarte un momento de él. Va a estar bien, yo me haré cargo –respondió Soledad, haciendo amagos para que lo dejara cargar. Después de meditarlo unos segundos, al final, Ana se dio por vencida y asintió a la petición de su mamá, dejando que se lo llevara. La ayudó a acomodárselo en brazos y le empacó una pequeña hamaca, utilizada en los casos donde el bebé no dormía en el moisés. Los despidió en la puerta.

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