Capítulo 66. Por favor, no me dejes

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El dolor se apoderó del hombro izquierdo de Fernando, haciendo que diera un desgarrador grito. La sangre comenzó a salir a borbotones de por encima del brazo, y César le sacó el puñal de la herida del hombro con el mismo cinismo y la misma satisfacción con la que se lo enterró. El pelinegro miró a su esposa, antes de tener que sostenerse del mueble, mareado de dolor.

-Fernando... ¡Fernando, no! -Ana se quedó en shock unos segundos, antes de comenzar a acariciar la cara de Fernando y procurando que no se desmayara por la pérdida de sangre, que sucedía demasiado rápido -Fernando, quédate conmigo -Ella miró a César -¡ERES UN MALDITO INFELIZ!

-Te dije que me iba a vengar, Fernando Lascurain. Se los advertí a los dos -dijo el castaño, mirando con placer cómo el pelinegro se tocaba la herida y hacía un gesto de dolor. Ya lo iba a apuñalar nuevamente, cuando él se levantó y le soltó un golpe en el estómago con las fuerzas que aún le quedaban, sacándole el aire. Fernando observó cómo César se retorcía, tratando de respirar, y devolvió su mirada a Ana, desesperado.

-Tienes que irte -le ordenó, mientras se ponía de pie. Tenían muy poco tiempo.

-No, no... Yo no pienso dejarte aquí con ese loco.

-¡Ana, no seas necia! ¡No quiero que te pase nada! ¡Vete, pero ya!

La castaña lo miró y después a la puerta, para asentir finalmente y correr hacia la salida. Mientras, tanto, César se levantaba con pesadez. Fernando trató de volver a tirarlo, pero erró el golpe y el castaño le soltó otro puñetazo, empujándolo hacia la pared, haciendo que el pelinegro se aturdiera por el impacto. La pérdida de sangre lo estaba debilitando con demasiada rapidez y sus extremidades no querían responderle, mareándose gracias a las constantes punzadas de dolor que le provocaba la herida abierta.

Mientras tanto, Ana estaba en las escaleras, ya a punto de bajar. Pero aún no tenía el valor de dejar a Fernando ahí botado; no tenía la sangre fría para abandonarlo allí, con César. Se había quedado paralizada allí, sin sentirse capaz de moverse; los segundos pasaban como en cámara lenta, y tenía que decidirse entre bajar y correr o ayudar a su esposo. La opción más inteligente era huir, pero su corazón no entendía a su mente, y los nervios no la estaban ayudando a pensar claro tampoco.

Sin embargo, le llegó por un breve momento la lucidez, y decidió que era mejor que se fuera y así poder conseguir algo de ayuda para Fernando, por lo que finalmente pudo moverse y continuó corriendo, aunque ya había perdido demasiado tiempo y César ya la estaba alcanzando. Iba a la mitad del recorrido, camino a abajo por las escaleras, cuando el castaño la asió nuevamente por el brazo, con más fuerza que antes, y la detuvo con más facilidad de la que Ana hubiera querido.

-¿Crees que vas a poder escapar de mí, preciosa? -le susurró, inmovilizándola en el instante en que colocó el puñal sobre su yugular -Pues estás muy equivocada.

Con cuidado, él comenzó a retroceder y a subir las escaleras, sin dejar de agarrar a Ana ni por un segundo. A la castaña no le quedó más opción que obedecer los movimientos que él la obligaba a hacer sin pronunciar palabra alguna, volviendo por el pasillo donde habían dejado a Fernando. Poco a poco, se acercaron a él, y Ana escuchó, entre el silencio de la casa, la respiración tan pesada de él, que indicaba la debilidad del pelinegro. Ella notó, con asco, cómo César reía en silencio sobre su oído, contemplando el espectáculo.

-Míralo, así parece un manso corderito... Moribundo y sangrando. ¿No te parece más agradable? Sin que te grite, sin que te discuta, sin que te engañe con otra...

No Te VayasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora