Capítulo 56. La nana y el patrón

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-Me parece que nos fue muy bien. Sacamos algunos datos interesantes respecto a la entrevista -comentó Alex, entrando al vehículo.

Fernando examinó sus anotaciones, y repasó en su mente la conversación de dos horas que habían mantenido con uno de los ex compañeros de trabajo de César, en una academia anterior a Isadora. Solía ser su mejor amigo antes de cambiar de academia, y cooperó bastante bien respecto a las preguntas. Él tampoco se esperaba la historia que le platicaron, pero no se negó a contestar nada y les dio una pauta por dónde comenzar a indagar.

-Sí. El detective tendrá más pistas para la investigación -contestó el pelinegro, un poco desganado. En todo ese rato, no había podido dejar de pensar en Ana. ¿Cuánto tiempo más debía aguantar así, con esa culpa? ¿Con esa mentira?

-Fernando, ¿de verdad no tienes nada? Has estado como ido todo el rato -cuestionó Alex, sacándolo de su ensimismamiento. Él dio un respingo y asintió, tratando de alejar sus pensamientos negativos. Tenía que confiar en que las cosas saldrían bien, o que por lo menos, podría lograr su objetivo: mantenerla a salvo.

-Sí, Alex. Perdón si he estado distraído, es que tengo muchas cosas en la cabeza, pero no te preocupes. Estoy bien -respondió. La pelinegra torció la boca y acarició su brazo, justo como hacía rato. Él se tensó de incomodidad, pero prefirió no decir nada. Algo en su tacto le hacía sentir extraño, pero no sabría describir aquel sentimiento. Era algo muy raro. Simplemente, se limitó a suspirar y retiró el brazo sutilmente, arrancando el coche. Sabía que Alex sólo trataba de apoyarlo, pero comenzaba a cuestionarse sus maneras de hacerlo. O bueno, tal vez él exageraba. Ella sabía que era casado, y dudaba que fuera capaz de intentar de llegar a algo más.

Ninguno de los dos agregó algo de vital importancia en la conversación, sólo preguntas triviales para no ir en completo silencio, hasta que llegaron al café. Alex se despidió de Fernando con un beso en la mejilla y se encaminó su coche, dejándolo solo. Él esperó a que ella entrara al vehículo y observó cómo se marchaba. Esa simpatía que la pelinegra le mostraba le causaba un conflicto existencial, sin saber cómo interpretar las señales que ella misma le daba. Ante todo esto, él sólo pedía que aquello pasara lo más rápido posible, que el maldito de César apareciera pronto, porque si continuaba así, las cosas se complicarían mucho más de lo que pensaba.

Como no había salido del coche, se encaminó a la empresa, llegando más o menos a las once de la mañana. Pidió a Beatriz los detalles de los informes de ventas y guardó la carpeta de la investigación en su maletín, encaminándose a su oficina. El aire fresco entraba por las ventanas, apenas abiertas, y le daban una especie de respiro a su creciente estrés. Se propuso dejar de pensar en toda esa situación, probablemente no le estaba haciendo bien. Sólo lo haría cuando fuera necesario, y lo manejaría con la tranquilidad con la que se suponía que debía tener; si él no era sensato, ¿cómo podría tomar las decisiones correctas?

Se pasó las manos por el cabello, tratando de relajarse. Necesitaba una distracción, algo que lo sacara de la rutina, pero no sabía qué. Pensó en decirle a Ana que salieran a algún lado el fin de semana, los dos solos, para escaparse un rato de la monotonía que solía envolverlos. Sí, esa era buena idea. Y no es que no disfrutara de su vida diaria, porque claro que lo hacía, sólo que le hacía falta hacer algo diferente.

Se sentó finalmente en su escritorio y comenzó a trabajar. Tras un par de horas, recibió una llamada de Diego, quien le preguntaba si estaba de acuerdo con que él se llevara a los niños al siguiente día para que se quedaran en su casa a dormir. No le parecía una mala idea; le sugirió que lo hablara con Ana, pero que por él estaba bien. Siguió atendiendo pendientes hasta la hora de la comida, decidiendo que era hora de retirarse.

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