Capítulo 39. El pianista

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Veía la torre Eiffel desde su recámara. De todo el viaje a través de Europa, ese era el lugar que más le había costado trabajo. Llevaba cuatro días allí, fue su tercer destino después de Dublín y Austria. Claro, había recibido capacitación de las mejores academias de danza en el mundo, con la Escuela Nacional de Arte en la primera, y la Academia Internacional de Ballet de Salzburgo. Ahora estaba tomando clases por parte de la Escuela de Ballet de la Ópera de París, pero hasta ese día iba a volver al famosísimo Palais Garnier de la ciudad capitalina. Durante su estancia, había rogado a los cielos que no la dejara volver a ese lugar, pero al parecer, sus oraciones no le habían funcionado.

De hecho, mientras sus compañeras salían a recorrer la ciudad del amor, ella prefería quedarse en la habitación del hotel, leyendo o haciendo cualquier otra cosa. Obviamente, las chicas pasarían por todos los lugares que había visitado en su luna de miel, y en alguna de esas ocasiones, terminaría por tirarse a llorar a medio recorrido.

Ya tenía su maleta hecha, y era el último día en París. Pero tenía que visitar obligatoriamente el Palais Garnier para la última clase, y todas tenían un boleto para ir a ver el Fantasma de la Ópera, pero esta vez sin el musical, sino la ópera original (valga la redundancia). Eran por parte de la academia y no podía rechazarlo, por lo que pasaría todo su tiempo en el enorme lugar. Técnicamente, pondría a prueba su fortaleza, porque al ir allá, pasaría por varios de los recuerdos que ella y Fernando habían forjado. Demonios.

Tocaron a su puerta, indicándole que ya partirían para la estancia. Ana suspiró, cogió la pequeña mochila en la que llevaba sus cosas, y salió al pasillo para encontrarse con el resto del grupo. Veinte minutos después, se hallaron en la preciosa Ópera Garnier, hogar del ballet y la música parisina, compartiendo créditos con la de la Bastilla. Entró a la sala principal y sin poder evitarlo, volvió a quedar maravillada, justo como la primera vez. La extensión de los palcos, los finos asientos y el enorme escenario desorbitaron sus ojos. Giró sobre sus propios pies, ansiando volver a ver todo, pero la llamaron detrás de bastidores para cambiarse. La ventaja allí es que les enseñarían los efectos de la acústica, cómo ello afectaba al baile y la extensión de los grandes teatros, por lo que se encontraría la mayor parte del tiempo arriba.

Le esperaba una gran clase. Alcanzó a las demás, ya que por andar perdida en sus pensamientos se había atrasado, y se cambió al sencillo leotardo negro tan cómodo para bailar. Entraron al escenario, y mientras la instructora de aquel día se presentaba en un inglés acentuado, parecido al británico, Ana no pudo evitar buscar el palco que ellos dos habían ocupado cuando visitaron la ópera. Fausto fue la obra que vieron, y sinceramente, era de sus favoritas en cuanto a música. Tenía composiciones preciosas, que enamoraban a cualquier persona que tuviera el privilegio de escucharlas.

Con la mirada contó los espacios que se extendían por toda la sala: uno, dos, tres, cuatro... Y allá estaba el suyo. El número cinco se alzaba majestuoso como todos los demás, pero presumían que ese era el que tenía mejor vista. De hecho, Gastón Leroux había utilizado ese lugar como el refugio del Fantasma de la Ópera original, y según la leyenda del libro, si buscas bien, puedes encontrar el escondite del maravilloso Erik. Recordó que ella y Fernando lo habían intentado.

-¿Seguro que es aquí? -le preguntó a su esposo, mientras subían a escondidas por las escaleras hacia el palco número cinco. Aún faltaba una hora para que comenzara la ópera, y aunque ella ya iba de vestido y él de traje, Fernando había insistido en llegar antes y tomar su lugar. El asunto es que no los dejaban pasar hasta que faltaran treinta minutos como máximo, pero el pelinegro había logrado colarlos, y ahora estaban en una misión secreta por encontrar uno de los pasadizos del Fantasma. Ana se arrepintió, por una parte, el haberle prestado el libro a Fernando, pero le parecía excitante y entretenido ir en ese tipo de aventuras con él. Bueno, su pingüinito también se había sacrificado algunas veces por ella, así que era lo menos que podía hacer. Y... Lo admitía, compartía la curiosidad con su ahora esposo.

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