✦ I ✦

44.2K 1.9K 305
                                    

En Bosque de las Lomas, el sol mexicano refulge con la fiereza de un león, ruge con ímpetu y araña hasta destrozar mi delicada piel rusa

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

En Bosque de las Lomas, el sol mexicano refulge con la fiereza de un león, ruge con ímpetu y araña hasta destrozar mi delicada piel rusa. Tan solo llevábamos aquí un par de horas y ya soy capaz de notar las quemaduras en los hombros.

Leonid, mi padre, charla con total felicidad sobre algún futuro negocio junto al señor Vicente Rey. Un hombre afable, de barriga prominente y fumador empedernido, tanto que sus gordos dedos tiene un tono amarillento en las yemas.

Un vicio que no puedo reprochar, ya que yo también suelo fumar a escondidas.

Acostada sobre la hamaca del porche, puedo observar todo lo que pasa en el rancho Dos Suspiros;  incluso veo a mi madre jugar al voleibol con Diana, la esposa y dueña del lugar.

Algo tremendamente falso,  ya que ella odia el deporte y jamás se vestiría con ropa holgada, a no ser que su afán sea contentar al matrimonio Rey.

No había que ser muy inteligente para saber por qué estamos aquí; esto no era un simple viaje para visitar a viejos conocidos.

Sé perfectamente que mis padres, Leonid y Polina, son los mayores narcotraficantes de Rusia. No solo los consideran eminencias en el sector de la droga, sino también en la venta de armas ilegales. Ahora, tan solo están estrechando lazos con la competencia mexicana para poder apoyarse y evitar el juego sucio entre capos.

—¡Skarlett! —escucho decir a mi madre desde la distancia—. Date un baño en la piscina.

Diana deja la pelota a un lado para abrir la verja que da paso a la zona de baño.

—Puedes acceder cuando quieras, corazón —dice ella, guardándose detrás de la oreja un mechón de cabello negro.

Asiento con la cabeza; quizás será bueno. Dejo el vestido blanco sobre el asiento y camino hasta el borde la piscina. El agua me devuelve mi reflejo: mi pelo rubio, casi blanco, está atrapado en una trenza que me roza la cintura.

La tela naranja del bañador oculta la cicatriz en mi estómago. Si algo habían aprendido mis padres con el secuestro exprés que sufrí hace un año, justo en mi cumpleaños número dieciocho, es que no deben subestimar a nadie.

—¡Por fin llegan la señorita y el caballero! —alardea mi padre, llevándose su copa de vino de acachul a los labios.

Un hombre del servicio abre la inmensa puerta que da acceso al establo. Retrocedo unos pasos al escuchar las patas de los caballos chocar contra el cemento.

El primer animal en entrar es un pura sangre de cabellos blancos. Sobre él, una chica con un perfil precioso, vestida con un traje de hípica negro con tintes dorados en el filo de las mangas. Al vernos, detiene al animal y nos saluda con la mano.

—¡Bienvenidos! —exclama, bajándose del caballo, y después le acaricia el lomo con dulzura.

Otro sonido igual al anterior se hace presente, esta vez un caballo de un negro brillante penetra en el recinto. Un muchacho, algo más joven que yo, lo guía con seriedad hasta asegurarse de que el animal queda amarrado a una de las estacas del suelo.

Él se baja con soltura y le besa la frente. Luego se recoge el cabello en una pequeña coleta tupida, aunque algunos rizos consiguen escapar. No lleva camiseta, y el sudor le resbala por las clavículas hasta el final del abdomen.

—No sabía que teníamos invitados —dice, saltando la valla que separa el jardín del establo—. ¿Puedes sola, Gabriela?

Su hermana no responde, pero también pasa por encima de un brinco. Su madre camina a ellos y les saluda con un beso en la cabeza.

—Mirad, ellos son los Sazonova —explica Diana, alzando un huesudo brazo —. Os presento a mis mellizos, Lorenzo y Gabriela.

Aunque intento evitarlo no, puedo dejar de deleitarme con Lorenzo. Alto, de piel oliva y unos alucinantes ojos negros como el carbón que parecen absorber la luz.

—Es un placer conoceros —anuncia mi padre, estrechando sus manos—. Ella es nuestra única hija, Skarlett.

Los ojos de ambos viajan hacia mí, y me siento vulnerable. Gabriela, que se parece increíblemente a su madre, pronto deja de observarme y se marcha hacia el interior de la casa.

En cambio, su hermano comienza a caminar hacia mí, descalzándose de zapatos y calcetines en el camino.

Podría tirarme al agua, pero siento una vergüenza atroz que me impide cualquier acción. No entiendo, o quizás no quiero entender, por qué ahora me siento intimidada cuando antes no lo hacía. Antes no me sentía intimidada por nadie, pero aquel suceso construyó una capa de cemento a mi alrededor.

—¿Qué miras? —Su mirada es implacable.

—¿No crees que te vendría bien un baño, matrioska? —pregunta, soltando su cabello para cubrir un aro que cuelga del lóbulo de su oreja derecha.

—¿Por qué me llamas así?

Enciende una ducha solar antes de contestarme, creo que está intentando provocar algún tipo de sensación en mí. Cuando termina su pequeño espectáculo, se acerca a mí, apartando el cabello mojado de su rostro con un gesto casual.

Reconozco el juego al instante; no es la primera vez que alguien intenta desnudarme con la mirada. Sin embargo, pocos comprenden que esa táctica es inútil conmigo. Mis padres me enseñaron a no tener debilidades y a conocer cada uno de mis puntos fuertes.

—Porque pareces una muñeca rusa, pero apuesto a que eres peligrosa como la ruleta.

Las gotitas de agua me salpican las piernas cuando Lorenzo se sumerge de cabeza en la piscina. Me siento en el borde y sumo la  mitad de mi cuerpo al agua, aunque ni siquiera rozo el fondo con los pies.

—¡Pero ven a la parte profunda, morra!

—¿Cuánto tiempo llevas montando a caballo? —Le pregunto mientras nado hasta él.

Lorenzo se tumba boca arriba en el agua, flotando con una mano descansando sobre el pecho. La marca solar en su cintura parece ser una huella del cargador de una pistola.

—Desde que tengo uso de razón. En competiciones, llevo más o menos dos años —responde, con los ojos cerrados y una sonrisa ligera—. ¿Y tú, desde cuándo no te cortas el pelo?

Busco con las manos mi larga trenza flotante. Aunque no tengo un motivo claro para no cortarla, siento que perderla sería como perder una parte de mí misma.

—Nunca me lo he cortado. Quizás algún día lo haga si encuentro un propósito que lo justifique.

—¿Y lo maltratas con tintes, ¿no? —cuestiona, sacudiendo la cabeza—. ¿Cuál es tu color natural?

—Rojo.

Es hora de cenar, y el personal de la casa nos avisa que la comida está lista. Aunque hace tiempo que me quedé sola sobre la toalla, tumbada en el césped, no tengo ganas de entrar en la imponente mansión Rey.

La soledad me proporciona el alivio necesario para disipar la ansiedad social que me genera entablar conversaciones con desconocidos, especialmente cuando son tan atractivos como Lorenzo.

Sin embargo, la voz de mi madre me obliga a abandonar mi refugio. Me levanto para ponerme unos pantalones vaqueros y calzarme las deportivas, dejando la parte superior del bikini puesta, por si decido volver a la piscina más tarde.

En el salón, sólo encuentro a Lorenzo. Su hermana parece haber desaparecido, y los padres están enfrascados en una partida de billar. El apetitoso aroma del pollo asado, sin embargo, despierta mi hambre de manera instantánea.

—Puedes sentarte a mi lado, Skarlett —me invita Lorenzo, con la pierna descansando sobre la mesa.

Al retirar la silla de madera, las patas rechinan contra el suelo.

—Oye, hoy habrá luna llena. ¿Te gustaría verla en el lago del bosque?

La droga más puraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora