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Estar cerca de Skarlett me envuelve en una nube etérea, pero esta sensación placentera viene acompañada de un hambre insaciable

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Estar cerca de Skarlett me envuelve en una nube etérea, pero esta sensación placentera viene acompañada de un hambre insaciable. El anhelo de más se mezcla con la necesidad de algo que aún no puedo identificar.

—Patrón, su madre acaba de llamar al teléfono principal. Dice que desea verlo —anuncia el guardia desde la puerta de la cocina.

—No me pase la llamada —respondo mientras me preparo un batido de plátano con fresas—. Dígale usted mismo que en un cuarto de hora estaré allí.

Mientras mezclo las frutas en la licuadora, me inunda una oleada de arrepentimiento. No tengo ganas de regresar a mi antigua casa. La última vez que estuve allí, el resentimiento que sentí me resultó casi insoportable. La repugnancia por no haber sido consciente de la desolación en la que vivía mi madre durante casi treinta años era abrumadora.

Y lo peor es que, a ella, parecía no importarle.

No tanto como a mí.

—Germán, ven conmigo. Si te apetece, puedes conducir tú —le digo al hombre con quien tengo más confianza.

Él acepta sin dudar, y buscamos el coche en el estacionamiento. Mientras tanto, saco mi celular y lo guardo en el bolsillo trasero de mi pantalón.

—Estén atentos a sus celulares, muchachos —les advierto a los guardias que me siguen—. Avísenme en cuanto llegue mi esposa, y si ella los llama, más les vale cumplir todas sus órdenes sin dudarlo.

Tomo asiento en el copiloto y repaso el salpicadero con la vista. Mi apellido está inscrito en letras doradas y enormes, un toque ostentoso que mi abuelo pensó que era una buena idea en su momento, pero que ahora parece más una reliquia de mal gusto que un emblema de orgullo familiar.

—¿Usted conoció a mi abuelo? —pregunto mientras me coloco el cinturón.— Roberto Carlos Rey.

Germán asiente con la cabeza, sus arrugas cuentan historias de años de servicio a nuestra familia.

—Sí, lo conocí. Me recogió en la plaza del pueblo con un coche robado cuando teníamos unos quince años —dice, su voz cargada de nostalgia mientras lleva una mano al pecho—. Era un hombre único. Usted se parece mucho a él —añade, mirándome de reojo—. Lamento decirlo, pero su padre nunca será como el difunto RC.

Al llegar a la entrada, mi madre ya está esperando, parada a unos metros detrás de la verja. Su mano se alza en un saludo alegre, aunque su expresión de felicidad no alcanza la magnitud que desearía.

—¿Tanto me extrañas, madre? —bromeo mientras la abrazo—. Estás preciosa.

—Entra, entra —responde ella, con una sonrisa que apenas oculta su entusiasmo—. Tengo tantas cosas que contarte.

El salón está extrañamente vacío. Gabriela, quien siempre está aquí pegada a su teléfono, parece haber desaparecido. En tiempos normales, estaría saturada de notificaciones, inmersa en su mundo de redes sociales. Si mi padre estuviese en sus cabales, jamás le permitiría mantener un perfil en Instagram.

La droga más puraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora