✦XLIII✦

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—Lorenzo, deberías despertarte ya, en una hora y media es el entierro de tu padre —digo quitándole la sábana de la cara

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—Lorenzo, deberías despertarte ya, en una hora y media es el entierro de tu padre —digo quitándole la sábana de la cara.

—¿Entierro de ese pendejo? —replica, moviendo la cabeza de un lado a otro, su desdén evidente en cada palabra—. No, gracias. Estoy mejor aquí.

Suspiro profundamente al verlo tan indiferente, tendido en la cama como si nada importante estuviera sucediendo. La lluvia golpea contra las ventanas, el sonido suave es casi irónico en contraste con el caos emocional que se desarrolla en el interior.

—Entiendo que no tengas ganas de ir, pero eres el heredero. Todos tienen que verte allí para reconocer que ahora tú tienes el control total.

Clava el codo sobre la almohada para apoyarse la cabeza en la palma de la mano, me sonríe delicadamente.

—Tú siempre tan provisora, eres tan inteligente que te follaría todo el día.

—Lo sé, pero ahora ¡vístete!

Saco el vestido negro del armario, sus mangas anchas caen con elegancia. Mientras Lorenzo se ducha, busco entre sus cosas una camisa oscura y unos vaqueros que sean adecuados para la ocasión. No quiere estar demasiado elegante, pero sí debe dar una buena impresión.

—¿Dónde tienes los cinturones? —le pregunto, moviendo las perchas de un lado a otro.

Lorenzo entra en la habitación con una expresión de concentración y se dirige al último cajón de su mesa. En lugar de buscar los cinturones, saca un marco gris algo antiguo.

—¿Qué es esto? —pregunto, acercándome para examinarlo.

—Es la única foto que tengo con él —dice, con una expresión de desdén en el rostro—. Las demás las tiré a la basura.

Miro la foto con atención. Vicente, en la imagen, parece algo más delgado y jovial. Lorenzo, de unos seis años, está aferrado a la pierna de su padre. Ambos sonríen a la cámara, pero el brillo en sus ojos parece haber desaparecido con el tiempo.

—Algo cambió cuando crecí —comenta Lorenzo, dejando el marco sobre la mesa, pero boca abajo—. Me di cuenta de que él no era el padre que pensaba. Prácticamente compró a mi madre; ella jamás deseó casarse con él.

Tomo asiento en el borde de la cama, sintiendo el peso de la conversación que se avecina. Lorenzo se gira para mirarme, su expresión es pura angustia.

—¿Alguna vez le dijiste algo respecto a ese tema? 

—Sí, un día discutimos sobre algo relacionado con los caballos —comienza Lorenzo, con un tono cargado de resentimiento—. Me pegó un puñetazo tan fuerte que tuve un derrame en el ojo derecho. Así que, le grité que era un viejo baboso que compraba mujeres para que alguien le quisiera, y le deseé la muerte durante años.

Sus palabras están cargadas de dolor, y puedo ver la cicatriz emocional en su rostro. Lorenzo se agacha hasta quedar a la altura de mi cara. Le paso la mano por la barba que está comenzando a crecer, queriendo ofrecerle algún consuelo.

La droga más puraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora