115. El tatuaje

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En el baño había un espejo y eso me sirvió para examinarme mejor: mi cabello era de pelirrojo y lo llevaba cortito y alborozado, igual que el mar en día de tormenta. Lo más seguro es que eso era, en parte, debido a que Sabela me lo había revuelto en el ascensor. Me lo toqué y descubrí que era suave, agradable, tanto que me pasé un buen rato acariciándolo.

Mi cara era pálida, como si no le gustase demasiado el sol, con un grupito de pecas que nacían en el arco de la nariz y se extendía por mis mejillas. La nariz pequeña, casi desaparecida en mitad de tanto rostro y, por el contrario, mi boca era grande y larga.

Me gustó verme, examinar con mayor atención aquel rostro que quería que fuera mío y no préstamo porque producía en mi interior una sensación de calor reconfortante, como el de haber regresado a tu hogar después de haber pasado una eternidad en helados lugares alejados.

Aunque había un pequeñito problema: Alarico, ese nombre refulgía en el interior de mi cabeza y se negaba a ir, siempre escondiéndose en un rincón, negándose a ser olvidado. ¿Ese era mi verdadero nombre? ¿Esa era mi verdadera identidad? ¿De verdad era hombre y no mujer? Me daba pena pensar que la chica que me devolvía la mirada desde el espejo no era verdaderamente yo.

Me quité la parte de arriba de mi pijama y me quedé en sujetador, sentí el deseo de quitármelo y descubrir cómo eran mis pechos, pero al final no lo hice. Aún me quedaban las dudas de si aquel cuerpo era el mío o solo uno prestado y pensé que, de ser yo Alarico y no Zeltia, sería una descortesía bastante grande por mi parte ir mirando las partes pudendas de ella sin su permiso.

—Pero esta soy yo... no es otra persona, ¿qué hay de malo? Es mi cuerpo, es mi cuerpo de verdad...

Pero la sensación de pudor persistía y, aunque sabía que al final sería inevitable hacer el descubrimiento, decidí postergarlo un poquito más. En cambio, lo que sí hice fue mirarme por detrás, descubriendo de esta manera que toda mi espalda se hallaba cubierta por un tatuaje que representaba el plano de un edificio.

—Qué raro...

De tener un tatuaje cubriéndome la espalda hubiera preferido que fuera un fiero dragón o quizás una hermosa hada. O puede que un hada montando a un dragón como si este fuera un caballo, pero no algo tan aburrido como lo que tenía yo representado. Quizás fuera el plano de un edificio importante para mí, pero de ser ese el caso, ¿por qué no simplemente una imagen de cómo se veía por fuera?

—Un misterio más... —suspiré y decidí vestirme, pues tampoco quería que las hermanas esperasen demasiado por mí.

Posé el maletín que me había dado Rafael, el recepcionista, y lo abrí. En primer lugar, me di cuenta de que Sabela tenía razón: allí dentro había unas llaves con el número 313 colgado de una tarjetita de plástico. Estaban colocadas sobre un uniforme rojo bien dobladito que era clavado al que lucía la chica verde. No obstante, además de la pieza superior de color rojo y de los pantalones negros, también había una falda. Dudé unos instantes entre qué escoger y al final me decanté por la falda.

Una vez vestida, me quedé mirándome al espejo ensimismada por mi apariencia. Me gustaba mucho verme con esas pintas, con aquel trajecito de botones tan bonito y aquella falda de color negra. A pesar de todo sentía cierto miedo, quizás aquella apariencia fuera algo temporal y, al final, acabase siendo de nuevo aquel tal Alarico, de nuevo convertido en un hombre y lo cierto es que yo quería seguir siendo Zeltia.

Aunque claro, quizás si me acordaba de mi verdadera identidad puede que mi deseo de permanecer como Zeltia no fuera algo tan seguro. En fin, todo era bastante complicado, así que me dije que lo mejor era no darle demasiadas vueltas a tal asunto, sobre todo teniendo en cuenta que la información que tenía sobre mí y mi situación era escasa e incompleta.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora