4. La despedida

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Antes de marcharnos para casa recogí a la pobre Lucía que seguía bien desmayada en el interior de la fuente. Al ver que tenía una herida en la frente, Abdón le hizo unas curas provisionales y le puso un gran parche blanco. Después de eso sí que nos pusimos en camino y me encargué de llevar a Lucía en brazos. No me pesaba demasiado y eso no era ninguna sorpresa porque ya la tuve que llevar así más de una vez.

Durante todo el camino, el Abdón ese no abrió la boca ni para decir mu. Y la verdad es que a mí eso me importaba más bien poco. Tampoco es que sea yo una persona demasiado habladora y no me molestan los silencios. Fuimos por la carretera principal hasta llegar al desvío que llevaba a mi casa: era un camino de tierra estrecho que apenas destacaba entre el mar de pinos que formaban el Pinar, lugar de silencio dónde vivían las ardillas.

Aquel era un lugar conocido desde mi infancia y cuando era una mocosa solía jugar allí con Lucía y Fufu. Recordaba que a veces hacíamos que nosotras dos éramos unas poderosas heroínas y Fufu un terrible monstruo que quería destruir el Reino. Todo eran risas y juegos, pero una vez le di con una espada de madera bien fuerte en la cabeza de Fufu y lloró un montón, todavía puedo recordar lo mal que me sentí.

Sentí nostalgia al mirar aquel lugar del que pronto me marcharía y era raro porque mi sueño siempre fue convertirme en una aventurera y recorrer el Reino del Páramo Verde ayudando a la gente con sus problemas. Adiós a la pequeña casita en la que viví durante toda mi vida, adiós al raro Bosque Púrpura en dónde me había pasado horas talando árboles en compañía de mi padre, adiós al pueblecito de Huertomuro en donde Lucía y yo solíamos matar las tardes en el salón recreativo.

Lo peor es que eso significaba decirle adiós a las personas más importantes de mi vida: papá, Fufu y Lucía. Sabía que echaría mucho en falta a mi amiga y lo que más deseaba era que se viniera conmigo. Sería un sueño hecho realidad que ambas viajáramos por el Páramo Verde viviendo aventuras y ayudando a la gente. Pero bien sabía que ella nunca abandonaría el pueblo porque era allí dónde sus padres estaban enterrados.

Pronto, los pinos se apartaron con suavidad para dejar visión de la pequeña casita a la que llamaba mi hogar. Nacía en un claro de hierba siempre verde, en dónde siempre cantaban los gorriones y petirrojos, apenas una construcción de madera levantada por papá y mamá. Aquel era el lugar que eligieron para alejarse del mundo y hacerse una familia, el sitio en donde creían que serían felices.

—¿Ya llegamos? —me preguntó Lucía y me sorprendió porque pensaba que todavía continuaba durmiendo, pero ella estaba acurrucada entre mis brazos y disfrutando del viaje.

—Podías avisar de que despertaste —le dije

No estaba molesta para nada porque después del golpe que recibió en la cabeza ella se merecía descansar un poquito. Además, a mí no me molestaba nada llevarla en brazos, porque como mencioné antes ella no pesaba nada de nada.

—Es que iba muy cómoda —dijo ruborizándose y evitando mi mirada.

—Pues sí, ya llegamos. —Ahí fue cuando la dejé en el suelo, que una tampoco es una mula de carga y ella tenía dos piernas bien bonitas con las que podía caminar.

Antes de que llegáramos a la puerta de casa, papá salió al exterior y, al ver a Abdón, una enorme sonrisa apareció en su cara barbuda. Se acercó y se dieron un fuerte apretón de manos.

—¡Ostras, Abdón! ¡Hace ya tiempo! ¿Cuántos años pasaron ya? ¡Nunca viniste a visitar! Ni siquiera viniste a ver a esa cuando era una mocosa —dijo y no tuvo vergüenza ninguna en señalarme.

Tengo que decir que no me gustó demasiado que se refiera a mí como mocosa, pero me callé las ganas de lanzarle una contestación porque recién me convertí en una aventurera de los Hijos del Sol y tenía que comportarme como una. Bueno, solo tenía la placa de madera, pero era un comienzo y pensaba que no tardaría demasiado en ser bronce.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora