182. El cazador cazado

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Un día, después de ver la película El cazador, Patricio decidió que se convertiría en cazador. Así que fue al centro comercial a comprarse una metralleta para cazar, también unos gusanos que le supieron muy ricos y un sombrero de cazador experto.

Ya estaba más que preparado para irse al bosque a matar animales, cuando un disparo resonó en el centro comercial. Primero la confusión, luego el dolor: ¡Una bala le había atravesado el hombro derecho! ¡Y ahora no podía ni moverlo!

¿Qué clase de persona se dedicaba a disparar a gente en un centro comercial? ¡Estaba en los Estados Unidos de América, no en un país tercermundista! Patricio se dio la vuelta y se encontró con una imagen espantosa: ¡Al lado de las escaleras mecánicas había dos ciervos erguidos sobre sus patas traseras y con rifles en las manos!

Patricio comenzó a correr, desesperado, gritando por ayuda, llorando de dolor, y pese a todo esto, el centro comercial se encontraba vacío y silencioso. ¿Dónde estaban los policías cuando los necesitabas? ¿Dónde se encontraba el resto de los clientes? ¿Dónde estaban los hombres buenos con las fuertes armas? No había nadie, solo él y esos espantosos animales que lo seguían y lo perseguían, sin prisa, pero sin pausa. 

Patricio corrió hasta la urbanización donde vivía, esperando que sus vecinos le ayudaran contra los dos ciervos. Pero por mucho que gritaba, nadie le contestaba y permanecían ciegos, sordos y mudos, encerrados en la seguridad de sus hogares. ¡Patricio no lo comprendía! Aunque posiblemente él haría lo mismo.

Los ciervos no volvieron a dispararle, pero cada vez que Patricio miraba hacia atrás podía verlos siguiéndolo, sin perderlo de vista. ¿Por qué no disparaban aquellos horrendos animales? ¿Quizás no pretendían matarlo? Se atrevió a sentir durante unos momentos esperanza, esperanza que fue destrozada en nada.

Porque Patricio lo comprendió perfectamente: los ciervos esperaban a que él se desangrara. Él podía sentir que su fin estaba cerca, su visión se oscurecía a cada paso que daba, estos eran cada vez más lentos, y el brazo herido le colgaba sin vida, cubierto de sangre que chorreaba a lo largo de sus dedos.

—¡Crueles, sois unas bestias crueles! ¿Cómo podéis estar disfrutando de mi sufrimiento? ¡Soy un ser vivo! ¡Soy un ser vivo, maldita sea! Sois unos monstruos, eso es lo que sois, unos horrendos monstruos sin corazón —dijo Patricio, antes de derrumbarse en el suelo, ya sin fuerzas para continuar caminando.

Los dos ciervos se acercaron, hablaban entre ellos con su lenguaje extraño del mundo animal. Por raro que pareciera, en sus voces, que sonaban como viejas puertas que chirrían al abrirse, no había nada de odio. Aquello era simplemente una charla banal que sucedía mientras disfrutaban de un soleado día de caza.

Uno de ellos degolló con un cuchillo a Patricio para que dejase de sufrir. Él pensaba que aquello era lo más justo que podía hacer con respecto a su presa. Después, posó una de sus pezuñas sobre la espalda del cadáver y posó para la fotografía que su compañero le iba a hacer en escasos segundos.

Los dos ciervos se morían de ganas de colgar la cabeza del humano sobre la chimenea del salón e invitar a todos sus amigos para que se deleitasen con aquel magnífico trofeo de caza.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora