188. Huida de casa

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 Mi madre comenzó a subir las escaleras que llevaban al segundo piso sin darme la espalda. Subía paso a paso, pasos acompasados por el tic-tac de un reloj de pared que alguien muy alto (con una escalera) había clavado al techo con chinchetas. Era un reloj con forma de cerdo sonriente cuyos ojos se movían al ritmo del tic-tac y, al mismo tiempo, no dejaban de mirarme, riéndose, conocedor de una broma que solo él entendía.

También me miraba mi madre, con unos ojos claros, azules y dramáticos que no eran suyos, sino quizás robados con una cuchara y mucho cuidado. No dejaba de sonreír, igual que el cerdo. Era posible que ambos compartieran una broma secreta y macabra de la cual yo era el objeto, el remate, el cabeza de turco. Los dientes de mi madre eran demasiado afilados; tampoco eran suyos, eran los de un lobo que se disfraza de abuela para merendarse a la nieta. Y en esta Nueva Normalidad no hay ningún leñador que venga a salvarme; están demasiado ocupados luchando contra árboles que, en vez de savia, vomitan sangre.

Mi madre se había transformado, lo cual no era una sorpresa, teniendo en cuenta que recién habíamos sufrido los primeros compases de la Gran Locura. La pregunta era: ¿había cambiado para mejor o para peor? En el caso de Damiel, había sido para peor. En el caso de mi madre, todavía no lo sabía, aunque sentía en mis huesos que era algo malo, algo peor, algo insidioso y terrible. Una broma de mal gusto, de la cual solo una persona se reiría: la peor de las bromas.

Yo me encontraba a los pies de la escalera, ella en lo más alto, en el último escalón, y era como si estuviera a eones de distancia. Me miraba, guardaba silencio y me sonreía. También agitaba una mano, indicándome que la siguiera, y tendría que estar loco para hacerlo, ya que nada bueno se escondía en aquel armario del diablo. Desgraciadamente, el rumbo de los acontecimientos me obligaría a obedecerla hasta las últimas consecuencias, puesto que la libertad de mi albedrío había sido secuestrada y encadenada.

Sentí una tristeza inmensa e inaudita en mí, ya que normalmente lo único que experimento es un nerviosismo de intensidad valiente. Las lágrimas se acumularon en mis ojos, ¡algo raro en mí, puesto que ni siquiera lloré con la muerte de Bambi! Todo se volvió borroso, con el sabor de un mal sueño en el que te ves atrapado. De sopetón, me convencí de que mi familia entera había desaparecido: mi padre fugado y mi madre intercambiada por una versión no mejor, sino extraña. No los volvería a ver en su forma original y me quedaría más solo que la una, en aquel mundo de locura en el que yo, más o menos, había permanecido cuerdo. Aunque en este mundo insano, ¿no es acaso el loco quien permanece sano?

Me apresuré a salir al jardín para calmar un poco mis nervios. No sirvió de mucho, no sirvió para nada. El ambiente exterior era asfixiante y demoledor, ingrato y desagradable, como un niño de primaria que te araña con su personalidad y no ofrece más que una hostilidad inmerecida. Estaba bajo un cielo rojo, que se encontraba demasiado cerca de mí, como una manta empapada de sangre, y en cualquier momento empezarían a caer gotas, espesas, asfixiantes y calientes.

En medio del jardín había un círculo de tierra desnuda en el que estaban esparcidas las simientes de la hierba, que todavía no había comenzado a crecer porque era fin de semana y tocaba descansar. Me acerqué, no sé por qué, ya que actuaba con un albedrío que ya no era libre. Sobre la tierra desnuda, mi tristeza aumentó y lloraba en silencio, sin saber por qué, ni querer saberlo. Una sensación de urgencia me invadió: debía marcharme de aquella casa maldita, ¿pero a dónde? En Santiago de Compostela me esperaba Damiel, encerrado en nuestro piso, seguramente cocinando más de sus especialidades: pulpo al pelo, empanada de cabello, croquetas de melenas, cabello de ángel y un sinfín de desgracias culinarias. Incluso podría ofrecerme Pelón Pelo Rico.

Entré en la casa y subí las escaleras al segundo piso. Allí abrí la puerta que daba a la habitación de mis padres. No había más muebles que el armario; todo se encontraba cubierto de velas que imprimían sombras danzantes en las paredes, sombras que contaban una historia sobre una regia figura sentada en un inmenso trono, por lo que debía ser un Rey.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora