9. El Huevo Negro

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Lo primero que vi al despertarme fue un techo de madera por donde corría una araña, pero pronto me olvidé de ella porque algo más urgente llamó mi atención: el dolor que sentía en mi mandíbula: me dolía como si alguien me hubiera dado un buen puñetazo.

Un escalofrío helado me recorrió la espina dorsal y de sopetón recordé todo lo sucedido en el Bosque Púrpura. La Barrera del Rey rompiéndose en mil pedazos, una boca surgiendo de la tierra con una sonrisa escalofriante, un tentáculo aferrando al malaventurado de Fufu y el tosco rostro de Godofredo, el padre de Sabela, justo en el momento en que su puño conoció a mi mandíbula con tanta contundencia que perdí el conocimiento.

Busqué con la mirada mi equipamiento, sentado sobre un sillón cercano el peto de mi armadura lirio blanco y apoyada en el suelo mi querida maza. Suspiré aliviada, sin mi arma y armadura solo me quedaban los poderes que mi Fe me otorgaba y esos solo servían para curar y proteger. Detrás de mí, sentados en la mesa del comedor, Godofredo y Abdón hablaban:

—¿Crees que deberíamos volver allá? Quizás podamos cerrar la Barrera ahora —preguntó Godofredo, sin demasiada confianza en sus palabras.

—No, ya no se puede hacer nada —contestó Abdón, el aventurero con la cara marcada por una cicatriz.

Me tapé la boca con las manos, había fracasado. Mi deber era utilizar mi Fe para sanar la barrera mágica, pero antes de concluir mi tarea un caído se había encargado de destrozar convirtiendo la relativamente pequeña fisura en un gran agujero por el cual podrían entrar los monstruos.

Al acordarme, abrasadoras lágrimas de vergüenza colmaron mis ojos. Me obligué a controlarlas, porque era una Hija del Sol y debería enfrentarme a las desgracias con entereza. Me levanté del sofá y les dije a los dos hombres:

—¡Tenemos que intentarlo! Somos los Hijos del Sol, si no hacemos algo todo el Reino estará en peligro.

—Yo ya no soy hijo de nadie —anunció Godofredo.

Abdón no me miró cuando dijo:

—Está zona está perdida. La fastidiamos, teníamos que haberla cerrado, pero fallamos. Hice que tu amiga enviara un mensaje al cuartel de Nebula y lo único que podemos hacer ahora es abandonar esta zona.

—¡¿Abandonar la zona?! —grité, sin poder creerme lo que mis oídos escuchaban.

—Sí, perderíamos el municipio de Huertomuro, pero la seguridad del Reino es más importante —dijo Abdón y creo que ese fue justo el momento en que comenzó a caerme mal.

—¡Pero es mi pueblo! Yo... se suponía que era mi deber protegerlo —murmuré, mis padres estaban enterrados en el cementerio de Huertomuro y me resultaba insoportable la idea de que los monstruos caminaran sobre sus tumbas.

—No es el fin del mundo. Hemos perdido zonas más importantes en el pasado, como la baronía de Bruma —dijo Abdón.

—¡Bah! ¿A quién le importa algo que pasó hace más de cien de años? —dijo Godofredo.

—Exactamente fueron 79 años —corregí yo.

En esos momentos, estaba hecha trizas: había fracasado en mi deber de salvaguardar mi pequeño mundo, Huertomuro se convertiría en un desierto sin vida y los caídos serían sus únicos residentes. Al pensar en tal funesto futuro, una chispa de rabia surgió en mi corazón.

Aun teniendo en cuenta todas aquellas malas noticias, había algo que podía realizar: salvar a Fufu. Sí, aunque lo último que había visto de él no invitaba precisamente a la esperanza, no podía simplemente encogerme de hombros.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora