119. La Directora

9 7 4
                                    

 Entré en la habitación donde me encontraría con la Directora: se trataba de una gigantesca sala circular en cuyo centro había una cama con una altura que me sobrepasaba unas cuantas cabezas. Tumbada en ella se encontraba la Directora y ahí descubrí que Sabela tenía toda la razón del mundo: ella era grande, pues a simple vista diría que aquella mujer mediría alrededor de los tres metros.

Una pequeña chispa de información resaltó entre la niebla de mi desmemoriada cabeza: la Directora era una moura, una de las razas más poderosas que existen en la isla Caracola, mi hogar. Se decía sobre ellas que eran de carácter voluble y caprichoso, por lo tanto, no era demasiado recomendable fiarse de ellas. Sumado a esto, a las mouras no les gustaban demasiado los humanos, aunque sí que apreciaban la compañía de las baluras.

La Directora vestía de forma escueta, pues simplemente llevaba encima una bata de ligera seda, de color blanco en la cual germinaba jardín de crisantemos negros. La prenda de vestir dejaba a la vista porciones de piel morena en la forma de sus contorneadas piernas y un largo brazo que usaba un abanico, decorado con el dibujo de una araña, para lanzar aire al acalorado rostro y parte generosa del escote, brillante por perlitas de sudor.

—Hola —saludé con voz temblorosa.

Los ojos caídos de la Directora, caídos por el cansancio, me examinaron durante momentos eternos.

—Hola ¿No hace mucho calor aquí?

—No mucho. Yo no tengo, por lo menos.

La Directora lanzó un profundo suspiro y la cabeza cayó sobre uno de los numerosos cojines que abundaban a lo largo y ancho de su cama.

—Perdóname, que tonterías digo. ¿Cómo lo podrías sentir si soy yo la que está enferma? O lo está el hotel, aunque poco importa quién porque el sufrimiento de uno es compartido por el otro. Se podría decir que somos uno y no dos —suspiró la Directora.

A pesar de que sabía que no debía fiarme de ella, me sentí apenada por el sufrimiento que la atormentaba y pensé que quizás podría hacer algo para aliviar su sufrimiento.

—¿Puedo hacer algo para ayudarte?

La Directora lanzó una risita corta.

—¿Puedes encontrar a mi hijo Alarico y traérmelo? —me preguntó y escuchar el nombre que refulgía en mi cabeza me hizo temblar de puro nerviosismo.

Pensé que yo podía ser el Alarico al que se refería, puede que de alguna manera hubiera logrado cambiar mi sexo del masculino al femenino, ¿pero entonces por qué había aparecido sin memoria en mitad de la nada? ¿Quizás fue por qué me salió supermal el experimento? No estaba nada convencida de esa teoría, así que decidí no mencionarle nada a la Directora por si las moscas.

—¿Qué pasó con tu hijo?

—Mal día en el que decidí dar a luz, pues creé un verdadero monstruo. Él fue quién consiguió que la enfermedad conquistase mi cuerpo con la sola intención de debilitar mi dominio del hotel. Así como liberar esa engreída niebla que surca el bosque impidiendo la entrada y salida de la Mansión sin Fin. Mis clientes, ¿hace cuánto que mis preciados clientes no pueden visitarme? Y creo saber lo que busca mi hijo con todas estas travesuras.

—¿Y qué es?

La Directora me miró, se mordió el labio inferior conteniendo las palabras, pero al final decidió hablar:

—Lo que quiere es abrir una caja de Pandora —me contestó, pero esa revelación no surtió ningún efecto en mí porque no tenía ni idea de quién era Pandora ni por qué no se debía abrir su caja.

—¿Y no puedes encontrar a Alarico? Dijiste que tú y el hotel como que sois uno, siendo así ¿no puedes saber dónde está?

—Estoy sufriendo esta vil enfermedad que posiblemente me lleve a la tumba y así lo vive también mi querido hotel, por eso se encuentra tan angustiado y no es capaz de mantener la compostura. Por eso mismo me es imposible encontrar a mi hijo —se lamentó la moura, arrugando la boca en un gesto de tristeza que pegaría más con una niña pequeña que con una mujer tan grande como ella.

—¿Y si yo tuviera un plano del hotel?

—Imposible. En el estado en el que está mi pobre hotel no es capaz de permanecer el mismo ni durante una hora seguida, ¿cómo podría existir un plano capaz de reflejar tales cambios? —dijo eso, pero luego me miró con toda la intensidad de sus ojos violetas —. ¿Y por qué una recién llegada tendría un plano de mi hogar? ¿Dónde lo tendrías exactamente?

—Tatuado en mi espalda —murmuré y sentí mis mejillas arder por lo que seguramente vendría más adelante.

—Oh, qué curioso. ¿Me lo podrías enseñar?

Lancé un suspiro de derrota, me di la vuelta y me quité la chaqueta roja de botones y la camiseta, dejando de esta manera mi espalda al desnudo.

—Qué extraño, es el plano de mi hotel. ¿Y sabes qué hay marcada una cruz roja? Eres realmente curiosa, Zeltia. Apareces sin memoria en el bosque, cuando en teoría nadie puede entrar y además llevas un plano de la Mansión sin Fin tatuado en la espalda. ¿Eres una bendición o una maldición? ¿Me ayudarás o formarás parte de mi caída? Sea como sea, no me queda otra que confiar en ti y confiar en no salir escaldada. Puedes vestirte de nuevo.

—¿Y ahora qué? —pregunté mientras me ponía la camiseta y la chaqueta a toda velocidad.

—Fácil, es imprescindible averiguar qué hay en esa cruz roja, puede que sea la solución para arreglar mis problemas. Irás con Coco y Melinda, ¿entiendes? Pero puede ser peligroso aventurarse en la Zona perdida, ¿no querrías hacer algo más tranquilo?

—¡No, no! Iré con ellas... quiero ver si puedo recuperar mi memoria...

—Está bien, Zeltia. Y, aunque lo correcto es que me sigas llamando Directora, te diré mi verdadero nombre. Tampoco es que sea un secreto... Soy Ana Manana, encantada de conocerte. 

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora