37. La muerte

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Lo único bueno de toda aquella situación era que se me había pasado la resaca, pero de poco importaba ese detalle si cabía la posibilidad del que al final acabase siendo devorada por un monstruo.

Intentaba calmar mis nervios caminando incesantemente de un lado a otro, estaba en una calle de pavimento empedrado con macizos edificios de piedra que cerraba el espacio y me proporcionaban una sensación de ahogo.

La calle todavía apestaba al incendio sucedido hace dos noches y enfrente se encontraba el cadáver quemado de la Casa de Curación. Entre los escombros y la ceniza podía ver las escaleras que bajaban hasta el búnker, allí donde se encontraba el Huevo Celestial.

Lo cierto es que yo podía marcharme en cualquier momento: solo tenía que bajar las escaleras, tocar el Huevo Celestial e irme bien lejos de aquella ciudad. Pero no lo hice, porque pensaba que podría ser de ayuda.

En resumidas cuentas, yo me encontraba muerta de preocupación y, en contraste, Rodolfo continuaba sonriendo, como si no se diera cuenta del peligro de la situación en la que estábamos metidos.

Él se encontraba enfrente del escaparate de una panadería que se llamaba Dulces del Páramo. Detrás del cristal alguien había colocado ordenadamente galletas con la forma de soles, también un pastel de chocolate que le faltaba un cuarto y también unos cuantos bocadillos envueltos en plástico.

—Creo que voy a coger algún dulce, ¿te podría tentar con algo? —me preguntó Rodolfo y yo negué con la cabeza. No me apetecía nada comer, solo quería que todo aquel lío se solucionara cuanto antes.

Rodolfo entró en la tienda y sonaron unas campanillas, eso me sobresaltó y miré a mi alrededor aterrada ante la posibilidad de que el sonido llamara la atención de alguno de esos caídos.

¿No nos estaríamos arriesgando demasiado al permanecer al aire libre? De hecho, mi idea había sido permanecer en el interior del búnker todo el rato, pero Rodolfo se negó y me llegó a decir:

—No te preocupes, si hay peligro te protegeré.

¿Pero quién lo iba a proteger a él?

Me sentía pequeña en aquella ciudad gris, ciudad que se me hacía gigantesca, vacía de gente, vacía de sonidos... pero quizás lo mejor sería no encontrarnos con nadie, pues cabía la posibilidad de que fueran poco amigables o abiertamente hostiles.

De nuevo sonaron las campanillas de la tienda y sentí malestar respecto a Rodolfo. No me parecía correcta la forma en que nos estábamos arriesgando y si por culpa de él yo moría, lo mataría.

Me fijé que Rodolfo llevaba en la mano tres dulces de un color amarillo, en el cual le salían unas manchas ennegrecidas. No eran demasiado grandes y su forma era circular con el techo aplanado.

—¿Son pasteles de Belém? —le pregunté, recordaba haberlos tomado alguna que otra vez, cuando mi vida era normal y no estaba bajo el peligro constante de ser devorada.

—¿Es así como lo llamáis en tu mundo? Aquí los llamamos pasteles de nata —me contestó —. ¿Quieres uno? La verdad es que están riquísimos.

—¿Cómo puedes estar tan contento?

—¿De qué me sirve estar preocupado, Laura? No te creas que soy un inconsciente, sé que nuestra situación es peligrosa, pero no creo que preocuparme en exceso nos vaya a hacer ningún bien. Sea lo que sea lo que nos venga encima, creo de todo corazón que será más llevadero si estamos de buen ánimo.

Esbocé una corta sonrisa, me gustaba esa confianza que rebosaba de él y me encantaría poder tener un poco de ella. Pero yo no podía dejar de pensar en la posibilidad de que viniera uno de esos caídos y me comiera de igual manera en que Rodolfo se comía uno de esos pastelitos.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora