116. El restaurante

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Cogimos el ascensor y bajamos hasta recepción, luego caminamos por la derecha de este por un corredor que daba hasta el restaurante. A pesar de que rayaba el mediodía, no había ni un alma: el espacio se alargaba con suelo ajedrezado y mesas solitarias, tristes por su falta de actividad, una música suave caía sobre el ambiente, melodía ambiental y que acentuaba la idea de abandono que allí reinaba. Todo estaba limpio, los cuadrados negros y blancos del suelo relucían, sobre las mesas había jarros de cristal decorados con unos tulipanes blancos.

La voz de Sabela rompió el ambiente:

—A mí me gusta comer temprano, no creo que sea bueno esperar demasiado para llenar el estómago. —Luego de decir esto se acarició el estómago, sonriendo con absoluta satisfacción.

—¿Pero qué dices...? A ti te gusta comer a cualquier hora... —le contestó Melinda.

—No hay nadie por aquí... ¿Es debido a que los clientes son fantasmas? —pregunté y Melinda me miró raro, me dijo lo siguiente:

—No son realmente fantasmas, ¿es lo que te dijo Sabela? En realidad, son como recuerdos materializados que exhuma el hotel debido a la enfermedad de la Directora, solo son simples visiones del pasado.

—Fantasmas, son fantasmas y punto —resumió Sabela y Melinda la miró con los ojos entrecerrados, pero al final se rindió con un suspiro.

—Para ti la perra gorda...

Decidí pasar de la discusión y observar el exterior a través de un ventanal que corría a lo largo de todo el restaurante. A través de él podía verse un amplio campo de hierba domada que terminaba en un bosque de altas copas oscuras, recortadas contra el cielo azul de sol brillante. Me resultó curioso que a lo largo del campo hubiera una serie de arcos de hierro de una altura que, más o menos, me llegaría por la rodilla.

—¿Qué es eso? —le pregunté a las hermanas.

—El campo de croquet... Nunca intentes jugar, no es absolutamente nada divertido —dijo Melinda, mientras nos sentábamos en una mesa que se encontraba justo al lado del ventanal, era el mejor sitio porque te daba una buena visión del exterior que, por lo menos a mí, me parecía bonito.

—¿Croquet...? —repetí, no había en mi cerebro ni la más mínima información sobre ese juego.

—Es lo que jugaba la señora roja en la película de Alicia en el País de las Maravillas, es una de mis pelis favoritas —informó Sabela.

—¡Tampoco sé qué es eso! —dije y la chica verde puso cara de sorpresa.

—Es un cuento sobre una chica que se llama Alicia y una vez persiguió a un conejo que es blanco y llevaba un reloj. Entonces como que se mete en una madriguera y cae mucho, pero mucho bastante y llega a un mundo bastante raro... Hay un gato que sonríe y todo —dijo Sabela y me parece que se creía que eso ayudaba en algo, pero lo único que lograba era confundirme más y más.

Por fortuna, apareció a nuestro lado la que debía de ser la camarera. Era una mujer de mediana edad y que sonreía como si lo hiciera de verdad. No vestía igual que nosotras, con el uniforme de botones, sino con un chaleco negro acompañado de una pajarita del mismo color y una camisa blanca.

—¡Oh! ¿Eres tú la nueva? Soy María, la que lleva el restaurante y eso—se presentó y, al mismo tiempo, dejó sobre la mesa la carta.

—Gracias —dije y cogí una, había un montón de comidas y pronto me di cuenta de algo raro —. ¿Por qué no tienen precio?

—¿Acaso tienes dinero? —preguntó María.

—Todavía no, pero me pagarán por el trabajo, ¿no?

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora