176. Infeliz III de III

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De pronto, el canto de los inhumanos se paró, al igual que la irritante voz del danzarín Cafetín. El hombre se quedó largos momentos a cuatro patas, temblando, con las manos sobre la cabeza y la frente pegada al suelo. Temía que no se hubieran ido de verdad, que todo fuera una chanza y, nada más abrir los ojos, los cantos comenzarían de nuevo y lo torturarían hasta que él mismo se convirtiera en uno de ellos. Le robarían lo último que le quedaba: su humanidad. 

En contra de todo pronóstico, no sucedió nada. El hombre se armó de valor y abrió los ojos, descubriendo que a su alrededor no había nada. Ni inhumanos ni Cafetín ni siquiera la plaza del infierno, sino que se encontraba en frente de un puente que se erguía sobre un río. Las aguas que corrían por debajo de él se adivinaba salvajes y tumultuosas, frías y despiadadas. 

El hombre se quedó embobado, puesto que el material con el que estaba fabricado el puente era de una blancura pura y, al contrario que el resto de la ciudad, no le provocaba ninguna sensación negativa, sino todo lo contrario. Al verlo, la paz le invadió, acompañado de la idea de que todo iba a ir bien. 

Se apresuró a subir al puente, pronto se encontró con las manos apoyadas en la barandilla. Una sensación de calidez lo inundó, junto a la realización de que morirse no significaría una desgracia tan grande. Nadie en su familia lo necesitaba y los amigos que le quedaban no eran nada más que compañeros de borrachera, unos que no derramarían ni media lágrima en su favor. 

El hombre observó el río: en sus profundidades encontraría por fin la paz que tanto anhelaba y, aunque después de la muerte solo existiese el infierno, estaba seguro de que sería una mejoría respeto a los últimos años de su vida. Las noches de Santiago eran frías y poco amables, solo soportables por la borrachera que se empeñaba a mantener y la alegría de pirita que conseguía gracias a la botella.

Cerró los ojos y recordó en su familia, recuerdos dorados de un pasado perdido. En esos momentos, lo único que podía rescatar de su mente ahogada por el alcohol era instantes de felicidad. Pese a todo, él había querido a su familia, su mujer Carolina, su hijo Breogán y también Catalina. Habían sido felices, habían sido felices, habían sido felices y esa mentira fue estropeada por la aparición del danzante Cafetín. 

Él movía las caderas y aplaudía, al ritmo de una música que nadie más que él podía escuchar. Lo miraba directamente a los ojos y estos eran completamente negros, le sonreía con unos dientes que eran tan amarillos que provocaban la náusea. Cafetín le decía que aquellos recuerdos felices eran una mentira. Él sabía lo que había sucedido en aquella larga temporada en la cual la familia tuvo que permanecer encerradas por culpa de la pandemia global y del culmen de la desgraciada convivencia en aquella comida del 24 de mayo. 

No lo pensó, se lanzó al agua. Al hundirse en la negrura del río se sintió contento por primera vez en muchos años y abrazó la muerte, esperando con ganas el descanso de la siesta eterna. No obstante, la dama pálida lo rechazó con descaro y, pese a lo mucho que lo desease, le fue imposible cruzar.

En vez de la frialdad que deseaba y que lo arrastraría a la muerte, su cuerpo entero fue rodeado una calidez que sabía que no merecía. A su alrededor, el río continuaba fluyendo, pero las aguas no lo tocaban, sino que permanecía suspendido en el aire. En frente, una esfera levitaba y desprendía una blancura que casi resultaba insoportable y que eran tan hermosa que no podía parar de llorar. Lloraba y lloraba y lloraba, a moco tendido, como si de nuevo fuera un niño libre de toda culpa. 

—¿Qué eres? —preguntó el hombre. 

El calor de la esfera no quemaba, era tan agradable que le daban las ganas de cerrar los ojos y dormir hasta el fin de la eternidad. Aquel era su hogar, no el que había perdido, sino el verdadero. Su familia ya no significaba nada para él, solo eran sombras del pasado incapaces de rasgar las cuerdas de su corazón. Los pecados que cometió sobre su familia habían sido depurados de su alma, ahora su inocencia era comparable a la del día en que había sido bautizado. 

La esfera le habló, usando sentimientos que invadían su mente. Tenía dos opciones: morir como humano, todo el mundo se olvidaría de él y podría descansar por fin. 

No, no quería desaparecer. Se merecía una segunda oportunidad después de que su familia destrozó su vida. Ellos habían sido testigos de como se arruinaba con el alcohol y no hicieron nada para ayudarlo. Lo que había sucedido el 24 de mayo no fue culpa suya y aunque lo fuera, había sido perdonado por la esfera. 

La segunda opción era tocar la esfera para dejar de lado su humanidad. Sus manos cayeron sobre ella y el calor aumentó hasta reducir su ropa a cenizas. A lo largo de la piel comenzaron a surgir ampollas y quemaduras, a pesar de que su cuerpo sufría, el hombre no sentía ningún dolor. 

El cuerpo humano es miserable y asqueroso, nada más que una cárcel de carne y huesos que atrapa el alma y la tortura hasta despojarla de todo lo hermoso que reside en ella. Por eso mismo, al hombre no le importaba en absoluto que la carne se disolviera en la luz y solo quedaran los huesos, con las manos esqueléticas aferradas a la esfera latente.

En sus últimos momentos de vida como humano, su mente fue inundada por imágenes. Una mujer gigantesca vagando por una ciudad en ruinas, buscando algo que se le escapaba de los dedos. Una jauría de monstruos en un desierto, un ejército incontable liderados por un hombre que había perdido su humanidad y cuyos ojos relucían como si fueran rubís. Un corazón dorado que cuelga por encima de una ciudad eterna, actuando como si fuera un sol. Una mujer de caballero rojo, apoyada en un árbol, y su cuerpo está cubierto por un rosal, solo dejando el rostro al descubierto, ¿duerme, está muerta? El cielo llora sangre. En el fondo de la realidad se esconde un corazón blanco, alimentado con las almas de los muertos. 

Entonces, el hombre se murió y se convirtió en otra cosa. 

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora