24. Los postres

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Me levanté un poco malhumorada, con las escandalosas risas de las chicas de la barra estrellándose contra mis oídos. Esas dos llevaban toda la noche partiéndose la caja, ¿qué sería lo que les hacía tanta gracia?

El anciano de la barba le gritaba a la camarera pequeña y sentí una punzada en el corazón: no se merecía aquellos berridos de cabra loca, ni aunque fuera ella quien pusiera aquellos pelos en el mejunje sacándoselos del sobaco.

Ya estaba yo más que dispuesta a ir allí y poner las cosas en orden, pero, antes de que pudiera hacer nada, las dos chicas de la barra se deslizaron detrás del barbudo y, con toda la mala leche del mundo, ambas empujaron su cabeza haciendo que la cara se le hundiera en toda la sopa.

La rubia y la morena se escaparon del comedor acompañadas de escandalosas carcajadas y el viejo de la barba sopera no tardó mucho en salir corriendo detrás de ellas vomitando insulto tras insulto. La pequeña camarera se quedó con la boca abierta, la verdad es que en su situación, yo tampoco sabría cómo reaccionar.

Me di unas palmadas en las cachas para sacar fuera de mis pantalones el polvo que seguramente se pegó del suelo y me senté de nuevo en mi silla. Entonces, le pregunté a Melinda:

—¿Se puede saber qué cosa es eso, mocosa? —El libro me continuaba mirando con unos ojos de un azul superclaro, ¿estaría vivo de verdad o estaría fabricado para que lo pareciera, algo así como una máquina?

—Es Libro, ¿y cuántas veces tengo que decirlo? ¡Jolines, yo no soy una mocosa que ya tengo diez años! —dijo la mocosa, mientras metía con cuidado el libro en la mochila y la dejaba en el suelo. Más que mejor, la verdad es que aquel librucho extraño me daba un repelús tremendo.

Laura se rio, de la misma forma en que las gallinas cacarean, y me comentó:

—¡Oi, Sabela! No sé de qué te sorprendes tú, oye. ¿No es tu hermano un cerdo que habla? ¡Y aquí las personas se convierten en monstruos como si nada! Y hay cabezas voladoras que te quieren morder el culo y todo, joder... ¿Y no lanzó una bola de fuego la mocosa esa?

—¡Yo soy una mocosa, jolines! —protestó Melinda —. ¡Quiero decir que no lo soy!

Laura tenía un poco de razón, el hecho de que un libro abriera los ojos como si viviese de verdad no parecía una cosa tan rara. De hecho, a mi hacha le nacieron unos cuantos ojos y hasta me habló y todo.

No pude pensar mucho sobre el tema, pues la pequeña camarera apareció a mi lado y llevaba en la mano una libretita pequeña. Ella me lanzaba cortas ráfagas de miradas acompañadas de sonrisas tímidas y, justo ahí, me di cuenta de que esa muchacha me sonaba de algo. Pero... ¿De dónde?

—¿Queréis postre...? —preguntó, con una voz tan tímida como su sonrisa.

—¿Qué tenéis? —le pregunté, pues una comida no es comida, sino que viene acompañada de un postre.

La camarerita asintió con la cabeza y comenzó a recitar de memoria:

—Tenemos tarta de la abuela, también helada y de queso, arroz con leche, flan casero, fruta...

—¿Fruta...? —pregunté yo, extrañada de que eso se pudiera considerar como postre.

La pequeña camarera asintió con la cabeza y dijo:

—¿Quieres fruta? Tenemos...

—No, qué va. Tarta de la abuela, eso estaría genial —dije, agitando la mano.

—Yo nada —dijo papá, ni siquiera miró a la camarerita.

Eso me preocupó un poco, ¿él negándose a meter más fuel al bandullo? Normalmente, papá comía el doble que yo y solía pedirse dos postres en vez de uno. La verdad es que estaba un poco raro, con la mirada baja, sin sonreír, sin armar follón... Era casi como si no fuera papá de verdad.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora