114. Melinda

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Después de despedirnos de Rafael, Sabela me condujo hasta el ascensor que se encontraba al final del recibidor: contaba con unas altas puertas que tenían a ambos lados sendas plantas gemelas de las cuales nacían lenguas de buey, de un metro y poco de altura, cubierta por unas preciosas flores azules y, al lado de estas puertas, se alargaban dos corredores. Había un letrerito en el de la izquierda que indicaba que iba al restaurante, pero me llamó más la curiosidad el de la derecha porque estaba cerrada por un cordón de terciopelo.

—Esto sirve para llamar al ascensor, si no le das no viene —explicó de manera innecesaria Sabela y pulsó el botón amarillo de un panel que se encontraba al lado de la puerta.

—Gracias... eso ya lo sabía.

—Era por si acaso. ¿Sabes lo que es un ascensor? —me preguntó la chica verde, mirándome con aquellos ojos de gato. ¿Pero cuánto creía que había olvidado?

—¡Claro que lo sé! —le dije, en ese momento se abrió la puerta y pasamos al interior, era un espacio ancho y alto, que contaba con el mismo colorido que contagiaba el resto del edificio.

Al fondo había un espejo y allí pude verme, era bien pequeñita al lado de Sabela, la cual era grande, fuerte y verde. Pero mi baja estatura no era algo que me llegase a molestar y en realidad me gustó descubrir aquel rostro, hizo que me sintiera bien, me hizo sentir yo misma. A pesar de esto, el nombre de Alarico aún refulgía en mi mente. ¿Era yo chica o chico? ¿Cuál era mi verdadera identidad? ¿Zeltia o Alarico?

—Vamos al tres que es allí donde tenemos las habitaciones. Seguro que te metieron la llave de la tuya en la maleta, cuando te vistas mira dónde duermes —informó Sabela y pulsó el botón del piso tres del panel. El ascensor se puso en marcha, con una suavidad que hizo del movimiento algo casi imperceptible.

De fondo se escuchaba una música sencilla y repetitiva, se repetía una y otra vez con notas sencillas y alegres, pero que escondían una melancolía que crecía en mí. No provocaba en mí el recuerdo, sino el resurgimiento de sentimientos que estaban enterrados en mi alma.

—¿Estás llorando? —me preguntó Sabela.

Era cierto, lloraba por aquella música, por aquellos sentimientos extraños, lloraba sin darme cuenta de que lo hacía y eso me dio un poco de vergüenza. Me limpié rápida las lágrimas, esbocé una sonrisa temblorosa.

—Es la música... me recuerda a... no sé... algo que tuve y que perdí, algo... —dije, las palabras salía como automáticas de mi boca, cerrándose sobre el verdadero significado de aquella emoción, pero no encontré nada. Solo la melancolía, solo eso, solo el vacío dejado por mis recuerdos, que se habían ido y no sabía si alguna vez volverían a mí.

—Ah, a mí me parece una música triste —me dijo Sabela —. Me da la idea de que olvidé algo importante, pero es raro. Yo no soy como tú, no soy anoréxica.

—Amnésica —la corregí, me reí por aquella equivocación que había tenido y, durante unos momentos, temí que se lo tomaría mal. Pero ella permanecía con su rostro serio, imperturbable, y me preguntó:

—¿Qué dije yo?

—Anoréxica.

—Ah, no. Eso sí que no lo estoy, que estoy fuerte —me dijo sonriendo y me alborozó el cabello con una de sus manotas —. Me gusta tu pelo, oye. Es muy bonito.

Me daba la sensación de que yo era el tipo de personas a la que le disgustaba ese tipo de confianzas, pero en este caso no fue así. A pesar de que la había conocido ese mismo día, Sabela me producía una agradable sensación de familiaridad.

—Tu pelo también lo es —le dije, sintiendo vergüenza al alabar a alguien. No sé por qué, no es porque fuera inapropiado, sino que... no lo sé explicar bien, pero aunque me la daba se lo dije.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora